Ayer volvimos de una escapada de tres días a Madrid. La razón principal de la visita a la capital era la estupenda exposición de Edward Hopper en el Museo Thyssen-Bornemisza, exposición que yo, hace un tiempo, sentía como una lejana ilusión imposible de realizar. Unos billetes gratis de AVE y una muy económica oferta hotelera la convirtieron en posible.
Una vez que tuvimos decidido visitar la capital, aprovechamos para disfrutar de algunas de las diversas ofertas turísticas interesantes que nos quedaron pendientes por realizar en nuestras anteriores visitas a la ciudad.
Una vez que tuvimos decidido visitar la capital, aprovechamos para disfrutar de algunas de las diversas ofertas turísticas interesantes que nos quedaron pendientes por realizar en nuestras anteriores visitas a la ciudad.
Una de las más suculentas de entre las ofertas de Madrid, en nuestra opinión, era ir a almorzar al Mercado de San Miguel, y eso fue casi lo primero que hicimos nada más terminar de instalarnos en la amplia y funcional habitación del Hotel Catalonia Puerta del Sol, situado en una de las principales arterias de Madrid, en la calle Atocha, a tres pasos de la Puerta del Sol, de la plaza de Santa Ana y de la Plaza Mayor.
Después de catar y pimplar bastante más de lo suficiente en los diversos puestos del Mercado de San Miguel, nos dirigimos hacia la Fuente de Neptuno, pues a mi santa se le había antojado tomarse un frappuccino de los que sólo sirven en el Starbucks Coffee. Como nos pillaba de camino hacia el Museo del Prado, pues no tuvimos muchos impedimentos para hacer su deseo realidad fácilmente, aunque antes realizamos las obligadas paradas para fotografiarnos en la Plaza Mayor y en la Puerta del Sol.
Diré que nuestra visita al Prado fue un verdadero placer y que aunque nuestra estancia en Madrid se debía más a nuestra intención de visitar la exposición del Thyssen, es justo añadir que El Prado fue la causa principal de alargar la visita una jornada más. Desde las cuatro y media de la tarde, hora en la que entramos, hasta las ocho de la tarde, hora a la que nos echaron, pues era la hora del cierre del museo, estuvimos paseando entre nubes rodeados de las maravillosas obras de arte que el museo encierra. Una auténtica delicia.
Nos echaron del Prado, literalmente hablando, y nos apresuramos hacia el hotel para cambiarnos pues teníamos la intención de cenar algo ligero y rápido para intentar asistir a una obra que representaban en el Teatro Galileo, al que acudimos con la esperanza de que quedaran aún algunas butacas libres. Tuvimos fortuna y conseguimos un par de localidades. La obra en cuestión era Usted tiene ojos de mujer fatal, basada en una obra de Enrique Jardiel Poncela, una obra cargada de ironía y de buen humor. Al entrar en el teatro comprobamos que la obra iba a ser representada aire libre, y que podíamos haber cenado en el mismo recinto mientras disfrutábamos de la actuación, pero como ya habíamos cenado en el Burger King situado junto al hotel, nos dio coraje no haberlo sabido antes, aunque al menos, eso sí, aproveché que no tenía que conducir y me tomé un refresco abundantemente acompañado de ginebra.
Al terminar la obra cogimos un taxi que nos llevó hasta la Plaza de la Villa, donde bajamos, levanté la mirada hacia el piso en el que, según creo, vive Javier Marías. Descubrí que tenía los balcones abiertos y las luces encendidas, así que dejé por un momento volar mi imaginación e imaginé que quizás Marías estuviera, en ese preciso instante, terminando de repasar el último borrador de la que se supone que va a ser su próxima entrega editorial mientras disfrutaba de las finales caladas de un pitillo. Agarré la cintura de mi santa y encaminamos nuestros pasos hacia la Plaza Mayor, que a esas horas de la noche de un lunes de agosto estaba desértica. Algunas de las terrazas aún se mantenían abiertas, pero la mayoría estaban cerrando. Los camareros acumulaban las sillas unas sobre otras, recogiendo las últimas mesas, otros barrían o cargaban con enormes bolsas de basura en busca de los contenedores. Me llamó especialmente la atención un camarero que acababa de apoyarse a descansar contra una de las columnas de la plaza, la rodilla flexionada y la suela del zapato contra la columna, encendió un cigarrillo, respiró profundamente, y dejó caer la mano que sostenía el cigarrillo de manera fatigada. Mantenía la mirada perdida hacia algún lugar situado en la negrura de la profundidad de los siglos de la plaza. Me pregunté si no fue así, observando una silueta al final de una noche, como el bueno de Arturo Pérez-Reverte encontró la respuesta a la mirada glauca y satisfecha por el trabajo bien llevado a cabo de El Capitán Alatriste.
Proseguimos distraídamente nuestro trayecto hacia la habitación de hotel, bajo un cielo ligeramente estrellado, buscando aquella estrella fugaz que confirmara con su presencia aquello de que a veces la vida te ofrece su mejor guiño.
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