Allí estaba yo, con el teléfono preparado y el dedo en tensión, esperando el inicio, el primer tono, listo para pulsar el botón rojo de rec. La Rosaleda a rebosar. Como soy impaciente decidí apretar el botón antes de tiempo, por si acaso, no importa si se graba algo más -pensé-. La camiseta blanquiazul de mi tierra en el pecho, el bocadillo de tortilla de patatas que trajo mi padre, que mi madre había estado preparando por la tarde junto a los pies. Miro el reloj. Faltan tres minutos para que sea la hora. Me preguntaba: ¿cuántas veces no lo habré visto por la tele? ¡Con cuánta envidia! ¿No me tocará nunca vivir algo así? Allí estaba, a punto de vivirlo. Cuatro horas y cincuenta minutos de pie me tragué haciendo cola el pasado viernes, sólo para conseguir las entradas para este partido. Casi cinco horas a pleno sol. Siete entradas, para los siete amigos que somos socios. Catorce años de socio pero, sin embargo, me tocaba vivirlo por primera vez. Miré al cielo y me fijé en la luna con su silueta de sonrisa recortada. Yo también sonreí. Me acordé de mi hermano que no podía estar allí, también de mi amigo Lolo que nunca podrá. Comenzó a sonar el himno. La dulce y envidiada melodía. ¡Que bonita sonaba! La megafonía parecía sonar mejor que nunca. Se me erizaron los vellos de los brazos y se lo hice notar a mi padre que estaba a mi derecha. ¡Qué agradable sensación! ¡Qué cara de tonto bobalicón debía tener! ¡La hostia, qué me gusta el fútbol!
El vídeo no es de gran calidad y el sonido es aún peor. Pero es lo que hay.
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