viernes, 24 de agosto de 2012

Cuentos - Ernest Hemingway

Los cuentos de Hemingway son señalados frecuentemente como lo mejor de su obra. Por eso siempre han estado rondando mi cabeza de lector como un libro hacia el que dirigirme. La cuestión era encontrar una edición lo suficientemente completa y bien editada, a parte de económica, para sumergirme en ellos. Hace cosa así como medio año -creo recordar- encontré una edición que reunía todas mis exigentes premisas. Una vez que había conseguido resolver el inconveniente fundamental a la hora de leer un libro (tenerlo), ahora, el siguiente problema era encontrar el tiempo suficiente para sumergirme en él. El verano parecía una buena ocasión y cuando acertadamente planeamos una escapada a la Sierra de Grazalema en el mes de julio, me lo llevé con la esperanza de lanzarme de cabeza al interior de sus páginas.

Hace un par de días he terminado de leerlos y puedo afirmar que no me han defraudado. Ni mucho menos. Evidentemente, entre los casi cincuenta cuentos que incluye, los hay más acertados y menos, aunque eso depende, en muchas ocasiones, más del gusto del lector, que de las buenas o malas mañas del escritor.

Los cuentos certifican todas las características vitales que se le atribuyen -ciertas o no- al autor. Un libro -para esbozarlo en pocas palabras- emborrachado en alcohol; de mañanas de pesca con resaca; de atardeceres somnolientos entre cigarrillos solitarios junto a colinas cercanas a ríos meandrosos; pero también de tardes calurosas con miradas mortales entre el matador y el toro; de cuentas atrás desesperanzadoras en un ring; y de safaris en jeep por el Serengeti en busca del gran león. Un libro, al fin y al cabo, netamente Hemingway.

Es un libro cercano a la muerte, pero cargado de vida, de vida plena y feliz, pero también de vida desperdiciada y atragantada. Un libro que se anuda en la memoria. Un libro para disfrutar, cuando lees y cuando, pasado un tiempo, recuerdas.

Desde las primeras páginas del libro, antes de abrirlas, me gustaba soñar despierto que lo leía en un ancho y fértil prado, con la espalda apoyada en un robusto abedul, junto al discurrir de un río de aguas claras, donde las truchas pegan buenos saltos y puede oírse el rumor de las altas copas de los árboles entre el vaivén de la brisa.

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