El otro día por una razón que no viene al caso me hicieron una radiografía.
No había nadie en la sala de espera. Más de treinta asientos libres. Me senté en el primero que estaba a mi izquierda, pero treinta segundos después cambié a uno que tenía un ventanal detrás y una buena iluminación natural. Saqué el separador de páginas del libro que llevaba y continué leyendo los cuentos de Hemingway que me tienen abducido. Dos páginas después de salvaje aventura una joven con bata verde apareció desde el fondo del pasillo y me llamó y pidió que la siguiera. Entramos en una habitación con un cartel en la puerta que anunciaba que era una sala de radiografías. Cerró la puerta tras de mí y me dijo: bájese los pantalones y túmbese en la camilla y justo después apagó las luces. Instantáneamente volvió a encender las luces. Uy, perdone me he confundido con las luces -dijo-. Vaya, pensé que era una proposición indecente -repuse-. Soltó una carcajada abierta y durante todo el tiempo que estuve siendo radiografiado ambos mantuvimos las sonrisas en las caras. Cuando terminó le pregunté si podía subirme los pantalones ya, me miró pícaramente y me dijo que sí, que ya podía.
Me despedí y todavía un buen rato después, conduciendo de vuelta a casa, perduraba la sonrisa en mi cara, hasta que un cenutrio con un coche con más cilindros que centímetros de frente en su cara me adelantó por la derecha a más de doscientos por hora.
Me despedí y todavía un buen rato después, conduciendo de vuelta a casa, perduraba la sonrisa en mi cara, hasta que un cenutrio con un coche con más cilindros que centímetros de frente en su cara me adelantó por la derecha a más de doscientos por hora.
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