Wassily Kandinsky fue un influyente pintor ruso, nacido en Moscú en 1886. Es conocido principalmente como uno de los principales precursores del arte abstracto. Dio clases como profesor de teoría del arte en la prestigiosa Bauhaus alemana, donde enseñó durante once años, hasta que los nazis la cerraron en 1933. Revolucionó la pintura con complejas composiciones, que él asociaba con interpretaciones musicales, su otra gran pasión. Sus cuadros -decía- eran una representación sincera de su estado personal, del estado sentimental de su alma, en definitiva. Decía ser capaz de oír un color o ver un sonido. Cierto o no, revolucionó en gran parte la pintura y logró hacerse un trascendente hueco entre las distintas tendencias de la pintura. Tras el cierre de la Bauhaus, Kandinsky viajó a Francia donde residió hasta su muerte, a la edad de setenta y ocho años.
Personalmente no me enamora su última época, la que le dio fama y prestigio internacional, y reconozco que me siento incapaz de sostenerle la mirada más de dos minutos a un cuadro de su última época, pero, sin embargo sí lo consigue con la primera, la cual probablemente desconocería si no hubiese sido por su última. De manera y aunque sólo fuese por este cuadro, bien merece la pena.
La obra que presento este mes es: Murnau, casas en el Obermarkt, que es un cuadro que pude admirar recientemente en mi visita al Museo Thyssen de Madrid. La primera vez que la contemplé, hace ya algunos años, en mi primera visita al museo, recuerdo que me sedujo de tal manera que a la vuelta al hogar quise profundizar en la obra conjunta de Kandinsky.
Siempre me gustaron las épocas de cambios en la obra de los pintores, son una fase de la pintura en la que se puede adivinar lo que está por llegar, sintiendo, una vez conocido el resultado final, cómo fue desarrollándose esa transformación, a la vez de cómo fue despojándose de lo superficial hasta decidir con qué quedarse y de qué deshacerse. En ocasiones un cuadro explica el cambio mucho mejor que ninguna otra cosa.
En este cuadro puede sentirse esa búsqueda de Kandinsky por la libertad de los colores, no tanto aún por las formas, como al contenido. Uno puede apreciar en el cuadro que el árbol es un árbol inducido por el resto de representaciones del cuadro: una calle, una pared de un edificio, las fachadas. Todo tiene sentido porque está en conjunto con el resto. El árbol está representado en verde y posiblemente es el único color objeto, junto con partes del tejado y zonas del cielo, que lleven el auténtico color de lo que representan. Sin embargo, el árbol sacado del cuadro no tendría porqué representar un árbol. Sabemos que es un árbol porque está representado alrededor de lo que está pintado. No parece gran cosa hoy en día ver un cuadro en el que el árbol representado no parece exactamente ser un árbol, pero en esta pintura, al menos así lo veo yo, se prefigura el principio del arte abstracto -del que no soy, digamos, un fan ejemplar-.
En cualquier caso el cuadro me gusta, y mucho. Quizás por la distraída elección de los colores, o por el grosor de la pincelada, o por la homogénea distribución de la tonalidad, probablemente debido a todo ello al mismo tiempo. El resultado provoca que el cuadro sea altamente emotivo. Triste, nostálgico, soñador. Qué sé yo. Que cada cual encuentre el romanticismo de los colores que sea capaz de saborear. Disfrútenlo.
Personalmente no me enamora su última época, la que le dio fama y prestigio internacional, y reconozco que me siento incapaz de sostenerle la mirada más de dos minutos a un cuadro de su última época, pero, sin embargo sí lo consigue con la primera, la cual probablemente desconocería si no hubiese sido por su última. De manera y aunque sólo fuese por este cuadro, bien merece la pena.
La obra que presento este mes es: Murnau, casas en el Obermarkt, que es un cuadro que pude admirar recientemente en mi visita al Museo Thyssen de Madrid. La primera vez que la contemplé, hace ya algunos años, en mi primera visita al museo, recuerdo que me sedujo de tal manera que a la vuelta al hogar quise profundizar en la obra conjunta de Kandinsky.
Siempre me gustaron las épocas de cambios en la obra de los pintores, son una fase de la pintura en la que se puede adivinar lo que está por llegar, sintiendo, una vez conocido el resultado final, cómo fue desarrollándose esa transformación, a la vez de cómo fue despojándose de lo superficial hasta decidir con qué quedarse y de qué deshacerse. En ocasiones un cuadro explica el cambio mucho mejor que ninguna otra cosa.
En este cuadro puede sentirse esa búsqueda de Kandinsky por la libertad de los colores, no tanto aún por las formas, como al contenido. Uno puede apreciar en el cuadro que el árbol es un árbol inducido por el resto de representaciones del cuadro: una calle, una pared de un edificio, las fachadas. Todo tiene sentido porque está en conjunto con el resto. El árbol está representado en verde y posiblemente es el único color objeto, junto con partes del tejado y zonas del cielo, que lleven el auténtico color de lo que representan. Sin embargo, el árbol sacado del cuadro no tendría porqué representar un árbol. Sabemos que es un árbol porque está representado alrededor de lo que está pintado. No parece gran cosa hoy en día ver un cuadro en el que el árbol representado no parece exactamente ser un árbol, pero en esta pintura, al menos así lo veo yo, se prefigura el principio del arte abstracto -del que no soy, digamos, un fan ejemplar-.
En cualquier caso el cuadro me gusta, y mucho. Quizás por la distraída elección de los colores, o por el grosor de la pincelada, o por la homogénea distribución de la tonalidad, probablemente debido a todo ello al mismo tiempo. El resultado provoca que el cuadro sea altamente emotivo. Triste, nostálgico, soñador. Qué sé yo. Que cada cual encuentre el romanticismo de los colores que sea capaz de saborear. Disfrútenlo.
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