Salimos a desayunar a un bar cerca del hotel, pues en este hotel tampoco teníamos incluido el desayuno. Por mí perfecto. Soy hombre de cafeterías. Los desayunos en los hoteles me parecen todos iguales, como los menús para los turistas. En las cafeterías además puedes leer la prensa, charlar en la barra con el camarero o con el abuelo que todos los días se echa un carajillo al gaznate. Los bares son auténticos, en cambio, los salones donde se sirven los desayunos en los hoteles me parecen como los decorados efímeros de las películas del oeste, que en cualquier momento parecen que se van a desmontar. Nada que ver.
De manera que salimos a desayunar, y como este quinto día de viaje estaba previsto que sería uno de los más largos y agotadores, porque además de
muchos kilómetros por delante también teníamos pendientes muchas paradas y visitas, decidí regalarme un desayuno contundente. Así que pedí un pincho
(pintxo?) de tortilla y un café con leche. No tendría ninguna importancia
sino fuera porque me pusieron como pincho un cuarto completo de una tortilla que era más sencillo darle la vuelta que saltarla, y que desde ese mismo momento quedará para siempre en mi maltrecha memoria como el pincho de tortilla mejor servido de mi vida. Todo acompañado de casi media barra de pan. Aún a pesar de tan magno tamaño, no dejé ni las migas.
Iniciamos la jornada acercándonos en coche a la plaza Mayor, porque aunque el día anterior ya la habíamos visitado, fue de noche, y creímos que sería una buena idea hacerlo también de día. Y está claro que fue una decisión acertada.
La plaza parecía completamente otro lugar, totalmente distinto al que habíamos visto la noche anterior. Más bonita todavía. El ayuntamiento con sus balcones corridos, los torreones achapelados, las flores de la fachada y el reloj en el centro completaban un conjunto robusto y bello. Incluso el color del conjunto de la plaza, que nos pasó desapercibido de noche, ahora nos llamaba la atención.
Seguimos en coche hacia el Convento de San Marcos y aparcamos en la Avenida Condesa Sagasta, junto al Bernesga, muy cerca del convento. La mañana estaba despertando aún y todavía podía respirarse esa atmósfera limpia de contaminación. La plaza estaba casi completamente vacía y la imponente fachada del convento gobernaba con insolencia autoritaria. El plateresco en su más alto esplendor. El renacimiento en una sola fachada. Un lienzo completo de
ventanas de medio punto y pilastras platerescas, balaustradas, medallones con personajes ilustres. Un experto en arte podría pasar fácilmente una mañana explicando la fachada.
Entramos. Ahora parte del convento es un hotel. Otra vez Paradores. El conjunto incluye también una iglesia, un claustro y un museo. Desde el hotel se puede acceder al claustro pero a la iglesia no, o al menos creo que no, pero todos sabemos los pasajes secretos que unieron siempre la iglesia con el poder. Y éste, no cabe duda, es lugar de poderosos. Reyes que gobernaron el reino más grande jamás gobernado. Los Reyes Católicos, Carlos I, Felipe II. La lista es larga. Visitamos todo lo que nos era posible visitar, menos el museo. Nunca hay tiempo para todo y elegir es una obligación. Astorga nos esperaba. Nuestro propio camino de Santiago no paraba. Ya habíamos llegado lo más al norte que nos habíamos propuesto llegar, ahora comenzábamos el camino hacia el sur.
En media hora estábamos aparcando en la Avenida de las Murallas, probablemente desde donde se tienen las mejores panorámicas de las dos perlas que acoge Astorga: la Catedral y el Palacio Episcopal. Obra esta última de Gaudí. Y se nota. Entramos en el Palacio Episcopal, o capricho de Gaudí. ¡Qué maravilla de luz! Los espacios interiores todos únicos y extraordinarios. Parece mentira que pudiera haber tanta luz rodeada de tanta piedra. Me gustó más de lo que esperaba. En los viajes siempre existe este tipo de sorpresas inesperadas, y me gusta que así sea.
Después de la luminosa visita nos acercamos paseando al Museo del Chocolate de Astorga, un museo curioso y original, donde se explica el proceso completo para elaborar el chocolate desde el cacao, así como un resumen histórico del chocolate a lo largo de la historia. Fue entretenido aunque prescindible, pero a los niños les gustó, especialmente cuando nos dieron a probar distintos tipos de chocolate. A la salida, en la tienda, compramos un par de tabletas que nos sirvieron de tentempiés durante el resto del día.
Justo a la salida del museo había un parque con una original tirolina infantil, y Miguel y Sofía, desde el primer momento en que la vieron estaban deseando tirarse. ¡Cualquiera los convencía de lo contrario! Después de tirarse unas cuantas veces comenzaron a desaparecer misteriosamente las primeras pastillas de chocolate. Regresamos al coche y programamos en el navegador que mi hermano nos había prestado para el viaje (gracias Bro!) nuestro próximo destino: Benavente.
Llegamos a Benavente directamente a la Plaza de Santa María, donde está la Parroquia de Santa María La Mayor o Santa María del Azogue. Tuvimos suerte y aparcamos en la Plaza de la Madera a pocos pasos de la Iglesia.
Santa María del Azogue es una iglesia atípica. Por una lado el torreón o campanario, rectangular, con el reloj colocado en su fachada en un lugar poco previsible. Luego sus cinco ábsides, juntos en serie, en la parte trasera, como en un abrazo de piedra. Uno de los pórticos es extrañamente blanquecino, como afrancesado. Otro pórtico es románico ejemplar, el universo del medio punto y la austeridad. El conjunto es verdaderamente un conglomerado de estilos a la vista de todos. La piedra hecha enciclopedia de arte.
Almorzamos en el centro de la ciudad, no muy lejos de allí, en el Restaurante Lord Byron, donde sirven un ciervo en salsa exquisito. Doy fe. Después de espabilarnos con un café nos acercamos en coche a un extremo de la ciudad para visitar el castillo de Benavente, hoy el Parador de Benavente. Una torre medieval, conocida como la torre del Caracol, y en el salón de la torre un artesonado mudéjar. Algo nada habitual. Bajamos las escaleras del torreón mientras yo iba pensando: por estas escaleras bajaron los Reyes Católicos, creadores de un Imperio. Iba de alguna manera repitiendo los pasos de la Historia. Casi pisando la Historia.
Seguimos nuestra cuesta abajo por la piel de toro en nuestro itinerario hacia Zamora. El paraíso del románico. Aparcamos junto al Mercado de Abastos, a pocos pasos de la Plaza de la Constitución y de la Iglesia de Santiago del Burgo. Caminamos por la Calle Santa Clara hasta la Plaza Sagasta y continuamos hasta la Plaza Mayor, donde está la Iglesia de San Juan. Otro soberbio encuentro con el románico zamorano.
En la Plaza Mayor cogimos un tren turístico que nos dio una espléndida panorámica inicial de la ciudad de Zamora. La primera impresión fue magnífica. Pronto comprendimos que estábamos ante la gran desconocida. La vista de Zamora desde el Puente de Los Poetas con vistas al puente de piedra es una preciosidad. La foto de la vista de Zamora desde el otro lado del Duero es ahora mismo el fondo de mi escritorio en el ordenador de sobremesa.
Otra vista fabulosa es la que se disfruta desde la Iglesia de Santiago el viejo. Una maravilla. Las murallas cercando al castillo y a la catedral, algo elevada, que descansa echada a un lado, con el espléndido cimborrio coronando la vista, nunca mejor dicho. Les aseguro que las fotos no hacen justicia.
Callejeamos. No teníamos mucho tiempo, pero no nos metimos prisas. Sabíamos que tendríamos que salir y abandonar Zamora sin llegar verdaderamente a conocerla, pero demorábamos ese instante callejeando por su casco viejo. La Puerta del Obispo, las calles empedradas, la casa del Cid, los torreones, las vistas al Duero y al puente de piedra desde el mirador en la calle Corral de Campanas, la iglesia de San Isidoro y las cigüeñas sobre el campanario, y en un muro el poema de Lope: Esto es amor...
Abandonamos Zamora con pena en dirección a Toro. Allí perseguíamos ver la Colegiata de Santa María la Mayor pero encontramos mucho más.
Entramos a la ciudad de Toro intentando pasar bajo la Puerta del Mercado, y todo parecía correctamente encaminado, pero justo cuando estábamos delante de la Puerta una señal mostraba que la dirección era prohibida. De manera que no pudimos cruzarla, por lo que giramos obligados a la izquierda hacia la Plaza de Santa Marina y continuamos por la Calle Sol, rodeando por el exterior el centro de la ciudad hasta aparcar en la Plaza de San Agustín. Justo al otro extremo de nuestra entrada frustrada. Continuamos a pie junto al Alcázar, por la Calle Comedias. Llegamos al Paseo del Espolón, donde está situada la espléndida Colegiata de Santa María la Mayor. Uno comienza a quedarse sin palabras. Las vistas que hay sobre el Duero me recordaron en cierta manera a las del Tajo de Ronda, pero éstas me gustaban más. El río Duero marcaba una gran diferencia.
Comenzaba a atardecer. El cielo parecía arder. Aquí falleció desterrado el Conde Duque de Olivares. Observas que el Pórtico de la Majestad tiene un nombre verdaderamente acertado. Hay niños jugando al fútbol. El atardecer colorea la lámina de agua del Duero. Lo dora. Los arcos del puente de piedra se duplican en el espejo dorado. Es una contemplación inspiradora. Definitivamente estoy seguro de que vamos a agotar la batería de la cámara de fotos. Después de un buen rato maravillados decidimos acercarnos a ver la Plaza Mayor. El Ayuntamiento queda a la izquierda. Hay soportales y en ellos mucha animación. Las terrazas están repletas. Todo el mundo parece llegar en ese momento. Es el centro en domingo y comienza a abarrotarse. Coincidimos en que es el momento perfecto para abandonar Toro.
La siguiente parada sería la última del día: Valladolid. La carretera a Valladolid desde Toro pasa por Tordesillas, pero la tendríamos que dejar para otra oportunidad. Anochecía y el cansancio se adueñaba de nuestro ánimo. El tráfico se hacía denso. Sólo cabía en nuestro pensamiento subir las maletas a la habitación del hotel, salir a tomar algo de cenar, darnos una buena ducha y echar un sueño. Valladolid podría esperar un día más.