domingo, 27 de septiembre de 2015

Medina del Campo y Madrid

Amaneció el día en Valladolid fresco y despejado y sentíamos nuestros cuerpos más renovados en nuestras fuerzas de lo habitual. La tarde en la piscina -en mi caso echando la siesta- había dado sus espléndidos frutos. Por muy débil y desganado que uno se encuentre no hay nada como el descanso y el tiempo libre para reactivar las entusiasmo por la actividad.

Desayunamos nuevamente en el McDonalds junto al hotel y directamente retomamos nuestro itinerario. El punto de destino era Madrid capital, pero en el trayecto teníamos prevista tan solamente una parada en Medina del Campo para visitar el Castillo de La Mota.

La primera palabra que se le viene a uno a la cabeza cuando está por primera vez frente al Castillo de La Mota es fortaleza. Es un castillo con letras mayúsculas. No le falta de nada. Situado en una elevación, con una torre (Torre del homenaje), un foso que lo rodea, un puente levadizo, una capilla, un patio de armas. Fue la fortificación más avanzada de su época y no me extraña.

Llegamos antes de que abrieran las puertas. Los primero. Tal vez demasiado temprano. Aparcamos el coche y Miguel y yo nos acercamos al puente levadizo, nos acercamos a ver la puerta desde cerca. estábamos tocándola. Yo le explicaba a Miguelito que allí se habían librado muchas batallas. Se habían llevado a cabo luchas religiosas, por coronas y por poder, luchado por reyes, y que probablemente sobre sus muros se habría derramado mucha sangre en los múltiples asedios que allí se había llevado a cabo durante su larga historia. Miguelito tenía los ojos como platos imaginando la sanguinaria escena. Me preguntó si desde allí podría haber caído alguien herido al foso, le dije que probablemente sí, entonces su imaginación ilimitada me preguntó si se lo comieron los cocodrilos. Yo estaba dispuesto a contarle que probablemente no habría cocodrilos cuando desde detrás de la puerta, desde dentro del castillo, nos llegó un fuerte es estruendoso cerrojazo. Miguelito en un salto se situó detrás mía. Y en ese preciso momento comenzó la visita.

Miguelito iba por todo el castillo, sala a sala, esquina o mazmorra, imaginando que él iba con una poderosa espada abriendo camino hacia los mismos aposentos reales para dar muerte al más frío y carnicero enemigo que su imaginación era capaz de crear.

Terminamos la visita y Miguelito estaba empapado en sudor. Una dura batalla. Igual luchaba contra un dragón, que contra un león, o un fantasma. A veces llevaba un arco en sus manos y sacaba flechas desde detrás del hombro, las cargaba en un pestañear y lanzaba casi sin apuntar aunque siempre acertaba en el mismo centro de la frente de un centinela en una almena. En ocasiones cortaba cabezas de dos en dos con una espada mágica. Como lancero también era excepcional y en el cuerpo a cuerpo no tenía parangón. Pero aún mejor que todo lo que les cuento es la cantidad de efectos sonoros que hace con la boca. Una cantidad de ¡pum! ¡pam! ¡argh! ¡ah! y ¡zas! que me tenían todo el rato mirándolo con el rabillo del ojo, porque en cuanto se da cuenta que lo miramos disimula levemente y lo hace todo igual sólo que con voz apagada y con gestos escondidos. Nos metimos en el coche y todavía desde el interior iba guerreando desde su asiento. No quedaba nada vivo por donde rodaba nuestro coche. Llevaba a El Cid, Atila y a Thor sentado en el asiento trasero del coche.

Poco a poco, la música fue amansando su rabia y cuando llegamos a Madrid y a nuestro hotel, que estaba cercano al Santiago Bernabéu, Miguelito había canjeado la rabia por la ilusión, y ahora no paraba de imaginarse que detrás de cada esquina se encontraría con Isco, Cristiano Ronaldo o James. Ya les digo, la imaginación de un niño de 6 años es inagotable.

Casualmente esa misma noche se jugaba un partido en el estadio madridista, el trofeo Santiago Bernabéu, contra el Galatasaray. Justo después de aparcar el coche y de dejar las maletas en la habitación nos acercamos al Bernabéu, en busca de unas entradas para el partido. Había una cola inmensa y se comentaba que aún había entradas, pero sólo quedaban sueltas y que las estaban dando separadas. Llegado a ese punto no había vuelta atrás. Los reventas anunciaban a bombo y platillo que tenían entradas, en la cola el desánimo aumentaba. Existía la sospecha de que podíamos quedarnos sin entradas. Mi mujer estaba más mosca que nadie. Los niños emocionados ante la posibilidad de ir a un partido y ver al Real Madrid. Las conseguimos, pero no fue esperando la cola...

Almorzamos en una pizzería que había cerca del hotel y en metro nos acercamos a la Puerta del Sol, que como siempre estaba abarrotada. Sofía sí la recordaba de nuestra visita anterior, pero para Miguel era imposible, porque en cada ocasión que pasábamos delante del famoso reloj, Miguel dormía profundamente. Paseamos por la Plaza Mayor, la Calle Mayor, el mercado de San Miguel y la Plaza de la Villa. Poco más. Yo tuve la suerte de encontrar la librería Méndez abierta y pude entrar por fin, tras varios años intentándolo, y comprarme un libro (La sonata a Kreutzer - Tolstoi).

Regresamos en metro al tren y todavía subimos a la azotea, donde estaba la piscina del hotel, y nos dimos un chapuzón en ella. Un baño rápido porque no nos sobraba el tiempo y porque el agua estaba helada. Las vistas desde lo alto del hotel hacia los nuevos rascacielos de Madrid eran espectaculares. Bajamos a la habitación y nos arreglamos para ir al partido.

Antes del partido fuimos a cenar algo rápido a un Burger King que hay en la Calle General Moscardó, y en los aledaños del estadio compramos a los niños unas bufandas para el partido. ¡Qué felices e ilusionados estaban! Se lo pasaron estupendamente. Un partido internacional, el ambiente festivo de principios de temporada, una noche estrellada, el resultado emocionante hasta el final y de colofón un golazo de Marcelo que dio la victoria y de remate la entrega del trofeo. ¡Todo un espectáculo y otro bonito recuerdo a la buchaca!

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