viernes, 4 de septiembre de 2015

Covarrubias, Santo Domingo de Silos, Lerma, Burgos

Despertamos temprano. El cielo estaba casi despejado y en toda la noche parecía que no hubiera vuelto a llover. Salimos a desayunar a un bar cerca del hotel e iniciamos un nuevo día en dirección a Covarrubias. Primera parada prevista del día.

Covarrubias está aproximadamente a tres cuartos de hora en coche desde Burgos. Es un pequeño y agraciado pueblo que parece estar detenido en el tiempo, conocido como la Cuna de Castilla. Está situado en la Ruta de la Lana, en el camino del destierro de El Cid, en el Camino de Santiago y, sobre todo, muy cercana y de camino desde Burgos a Santo Domingo de Silos. Covarrubias está declarada Conjunto Histórico-Artístico Nacional y a nosotros nos encantó.

Nuestra primera impresión fue que era un pueblo dormido. Apenas nadie por las calles, los comercios abiertos pero no se apreciaba ningún movimiento. Si acaso una mujer con una bata que venía de comprar una barra de pan. Comenzamos a pasear dejándonos llevar por el conjunto de su encanto. Miraras hacia donde miraras todo era una estampa preciosa. Nos hicimos fotos junto al Torreón de Fernán González, torre defensiva del siglo X, en un plaza sin igual. Visitamos la Colegiata de San Cosme y San Damián, inesperadamente bella. Nos fotografiamos frente a la casa de Doña Sancha -esposa de Fernán González-, con su soportal y su balconada típicamente castellanos. Traspasamos las murallas y caminamos hechizados junto al río Arlanza, detuvimos nuestro paseo brevemente en un banco en el que me hubiera encantado pasar la mañana leyendo un buen libro, pero ni llevaba un libro ni podía disponer del tiempo, así que proseguimos nuestro deambular por las callejuelas de Covarrubias hasta desembocar en la Plaza Mayor, donde está el Ayuntamiento.

Finalmente tomamos asiento en una terraza junto al torreón, a tomar un café, con las murallas medievales de fondo, el sol dorando el empedrado de las calles y una brisa fresca alborotando las hojas caídas. Un lugar perfecto para dejar pasar el tiempo. Un lugar perfecto para detener el tiempo en nuestros recuerdos.

Abandonamos Covarrubias atravesando en coche el puente de piedra sobre el río Arlanza, en pocos minutos nos esperaba Santo Domingo de Silos. Una visita muy deseada por mí.

Sin duda nuestra primera visita en Santo Domingo de Silos era su monasterio benedictino, especialmente su claustro, el románico, claro está, porque el monasterio contiene dos claustros, uno románico del siglo XI y XII y otro construido posteriormente al mismo tiempo que la Basílica, ambos en el siglo XVII.

Buscábamos el claustro románico pero lo primero que encontramos fue la entrada a la Abadía y presidiéndola una gran secuoya. Impresionante. Finalmente, tras un corto rodeo llegamos a la entrada que da acceso al claustro románico, y nada más llegar nos informaron que en pocos minutos comenzaría una visita guiada por el interior del claustro que no quisimos dejar pasar. La guía  de la visita fue fabulosa.

La primera sensación que uno tiene cuando entra por primera vez al claustro de Santo Domingo de Silos es tranquilidad, sosiego, paz. Después, conforme la explicación de la visita guiada va desarrollándose, uno siente gratitud por poder visitar en su vida un lugar así. Algo similar sentí en mi última visita a El Patio de los Leones de la Alhambra. Sentir que uno puede visitar un lugar como estos con solo pagar una entrada es un auténtico privilegio. Un lugar que durante muchos siglos ha estado cerrado a cal y canto, fuertemente custodiado, que se pagaba con la vida traspasar furtivamente sus muros, bien por ser residencia real, bien por ser el palacio de un emperador o un espacio sagrado de meditación en un monasterio de clausura, por lo que quiera fuere, uno se siente un afortunado. Sobre todo sabiendo que es gracias a tantas restricciones y limitaciones a lo largo de los siglos la razón por la que el lugar permanece excelentemente conservado.

El claustro consta de dos plantas. La segunda planta se cree que se construyó a finales del siglo XII o principios del XIII. Su forma es casi cuadrada, pero lo que llama la atención es tanto su conjunto como sus detalles. El conjunto es armonioso y sencillo, incluso modesto, un patio interior ajardinado abierto al exterior -el cielo- por el interior -el jardín del claustro-.  Alrededor del jardín un pasillo cubierto, aporticado con columnas colocadas a pares sobre un podium corrido que limita el paso desde la zona ajardinada. Hasta aquí casi como cualquier claustro, salvando que este tiene unos pocos siglos más. En el centro una fuente. El agua: muy árabe o muy románico, como gusten. En un lado un ciprés, o más bien, el ciprés. Alto, esbelto, lozano y al mismo tiempo eterno. El molde del resto de los cipreses. ¿Está bajo sus raíces enterrado el abad Domingo -el futuro Santo Domingo-? Debe haber una respuesta para ello pero yo no la sé, pero en realidad ¿alguien lo sabe?

Todo esto es el conjunto y unos pocos detalles. El resto son todo detalles. Los ochos relieves en los machones de las esquinas, con pasajes de la vida de Jesús, la explicación del orden divino en aquella actualidad. En realidad no muy distinta de la de hoy día, mil años después. El pecado contra la virtud. La mentira y la negación contra la razón y la fe. La vida en la tierra y la divina salvación. El aquí y el ahora y el eterno más allá. Más detalles: los capiteles profusamente adornados con representaciones figurativas o vegetales. El techo forrado de madera, el piso adoquinado de piedra, casi como un mosaico romano,  y en medio de todo, las dos columnas torsas.¡Vaya giro! ¡Qué atrevimiento! El punto de quiebro. Desde aquí y hasta aquí. La curva frente al ángulo recto. El cuadrado frente los arcos de medio punto. Y de repente, sin esperarlo, como si no fuese ya suficiente, el gran salto de los siglos: ¡un arco de herradura! ¡escritos árabes sobre la piedra!¡en un lugar cristiano! ¡Las manos sobre la cabeza! El aprecio de la cultura hacia la Historia. El milagro del respeto. El valor de distinguir entre lo común y lo especial. El arte ganándose el respeto de la Historia y de quien la escribe.

Salimos del claustro. Aún estoy un poco aturdido. Mi niña dice que le ha gustado mucho la visita y especialmente la explicación. Tiene nueve años y es prácticamente la primera vez que escucha hablar de arte sacro, de arcos de medio punto, siglos que van y vienen, reyes, monasterios, relieves sobre la piedra, verborrea arquitectónica... y dice que le ha gustado. La magia de la comunicación. Ver las cosas en la realidad o verlas en un libro. Vivir versus leer. Tengo la ilusión de que puede que esta visita haya sido más importante de lo que estoy dispuesto a suponer.

El camino que nos lleva a Lerma es sencillamente hermoso. El suave perfil de las praderas con sus verdes intensos, el cielo plomizo cubierto de nubes algodonadamente infladas, el amarillo ocre de la mies, los girasoles saludando a la mañana, un par de cigüeñas planeando con sus alas extendidas, y en medio de todo, desde los ojos de esas cigüeñas, la cuerda gris del asfalto, y sobre él un coche color vino tinto. En ese momento conduzco sobre los sutiles cambios de rasante, aún bajo el profundo influjo del claustro, lo confieso.



Llegamos a Lerma. Aparcamos en medio de la Plaza Mayor, en superficie, nada de aparcamientos subterráneos. Una plaza enorme. En el aire olía a lechazo al horno. Ocupando completamente uno de los lados de la plaza está situado el palacio cortesano del Duque de Lerma. En las cuatro esquinas del Palacio Ducal hay cuatro torreones con el clásico estilo herreriano, tan característico de los Austrias, con los chapitales piramidales acabados en punta reforzando su aspecto simétrico. Entramos en el patio interior del Palacio Ducal, que ahora es un hotel de la cadena Paradores. El patio está cubierto y todo parece armonioso y bien cuidado. A pesar de ser privado es posible pasear por las bellas galerías de columnatas que rodean al patio. Una sobriedad desconcertante. Éste edificio fue tanto residencia del favorito de Felipe III como cárcel.

Con el coche nos acercamos a la Plaza de Santa Clara, y nos detuvimos junto al Mirador de Los Arcos, desde donde la mirada puede descansar en la enormidad del horizonte. Abandonamos Lerma de vuelta Burgos. Una hora más tarde estábamos sentados en una mesa del Restaurante Casa Ojeda, a punto de calzarnos un plato de cordero lechal al horno de leña. Para chuparse los dedos. Un lechazo como Dios manda. ¡Qué lujo! ¡Comida de reyes!

A la espalda del restaurante está la Plaza de la Libertad, también conocida como la Plaza del Cordón, por el cordón franciscano de la fachada del Palacio de los Condestables de Castilla, también conocida por la Casa del Cordón, en cuyos aposentos los Reyes Católicos recibieron a Cristóbal Colón al regresar de su segundo viaje a América. Ésto ocurrió el 23 de abril de 1497. Coincidiendo con la fecha de cumpleaños de nuestra Sofía, sólo que varios siglos antes. En la Casa del Cordón también falleció Felipe el Hermoso. Cruzamos por la Plaza Santo Domingo de Guzmán, por la calle Entremercados -me encanta este nombre de calle- y llegamos a la Plaza Mayor, desde aquí se callejea fácilmente por el casco viejo hasta la Catedral.

Entramos a visitar la Catedral y otra vez nos servimos de las audioguías. A los niños les entretenía y a nosotros no pareció una buena idea. La Catedral de Burgos es un mundo de detalles, siglos de trabajo para agrandar una fe, una adoración. Las torres, el rosetón, la bóveda estrellada, las capillas exageradamente decoradas, retablos rococó, el coro y su sillería de nogal y el trascoro barroco, los relieves decorativos, el Papamoscas y el Martinillo, el altar y el trasaltar, la escalera dorada, los pórticos góticos, los transeptos, el claustro, el sepulcro del Cid, su baúl... De todo y para todos. Un mundo, infinitud de vidas, todo por la vertiginosa ascensión a la eternidad. La fe y la vida en el más allá. Siglos esculpidos en busca del favor por el descanso eterno.  La materia prima parece la piedra, pero en realidad son la sangre y el sudor, la inspiración y el todopoderoso dinero. La fe y el poder, el vértice de la pirámide.

Abandonamos la Catedral viéndolo casi todo pero asimilando casi nada. Demasiada información en tan poco tiempo. Una vez fuera hay que alejarse hacia el otro extremo de la Plaza Santa María para poder ver sin incomodidades la catedral completamente. Introducirla en una fotografía ya es otra tarea.

Desde la misma plaza sale cada cierto tiempo un trenecito que hace un recorrido por los principales monumentos de la ciudad. Treinta minutos sobre un tren que parece de juguete pero que está a escala humana para obtener una vista general de la ciudad. Empieza hacia el Paseo de los Cubos, junto a las murallas y bajo el Arco de San Martín, continua por delante del Arco de Fernán González, delante del Mesón del Cid y la Iglesia de San Nicolás, en lo que supone un paseo por la fachada trasera de la Catedral, sigue hacia la Iglesia de San Gil Abad y tuerce hacia la Plaza de España, prosigue por delante de la Iglesia de San Lesmes  hasta cruzar el rio Arlazón, pasar por delante de la fachada del Museo de la Evolución y girar por el puente de San Pablo hasta la estatua del Cid, que se rodea y se vuelve a girar por el Teatro Principal hacia el Paseo del Espolón para regresar a la Plaza de Santa María a través del Arco de Santa María, uno de los monumentos más emblemáticos de Burgos.

Gran parte de este paseo que realizamos sobre el traqueteo del trenecito lo repetimos después pero a pie, insistiendo sobre el mismo recorrido intentando así aumentar nuestra capacidad de retentiva. No sé si lo conseguimos o no, pero yo conservo un muy grato recuerdo de nuestro paseo por Burgos. Desde el Paseo del Espolón atravesando uno de los tres arcos bajo la Casa Consistorial accedimos directamente a la Plaza Mayor.

Como los niños comenzaban a estar rendidos y nosotros teníamos los pies como si hubiésemos pasado toda la tarde con unos zapatos dos tallas más chicas de lo habitual, decidimos que lo mejor era tomar el camino de vuelta al hotel, y cenar algo en los alrededores, pues ni teníamos mucha hambre -el lechazo harta, doy fe- ni nos quedaba mucho espíritu. De manera que cenamos en el mismo sitio a cincuenta pasos del hotel en el que habíamos desayunado más que aceptablemente ese mismo día

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