En el primer itinerario de viaje que imaginamos, teníamos marcado para ese día salir temprano de Burgos hacia León, pero como no fuimos capaces de encajar la visita del Monasterio de Santa María la Real de la Huelgas el día anterior, la dejamos para esa mañana. Además como el Monasterio está en las afueras de Burgos, casi en dirección a León, no nos venía del todo mal en nuestro camino hacia León.
Para desayunar quedamos con una amiga de mi familia, Puri, que era una amiga de mi madre y vive en Burgos. Vino hasta nuestro hotel, donde estábamos esperándola a la hora convenida, y desayunamos juntos. Echamos un buen rato charlando durante el desayuno, pero no pudimos quedarnos mucho con ella porque el tiempo se nos echaba encima y nuestro viaje ya llevaba bastante retraso. Nos despedimos y seguimos nuestro camino hacia León, pero antes... el Monasterio de las Huelgas.
Lo primero que me gustaría señalar del Monasterio de monjas cistercienses es que se realiza con visita guiada y que la guía que nos tocó en suerte fue absolutamente maravillosa. Un buen tono de voz, con el que se la entendía clarísimamente, muchísimos conocimientos, que aunque parezca una perogrullada no siempre es así -lo digo por experiencia- y además era amena y divertida.
El Monasterio de las Huelgas es una visita obligada en Burgos. Hoy día sigue manteniendo una zona de clausura, y, según nos contó la guía, es una de las órdenes más duras y estrictas que aún existen. El lugar y su entorno parecen estar apartados del tiempo, como sumergidos en siglos de ausencia. Aun pareciera que la abadesa María Ana de Austria paseara en sus rígidos quehaceres alrededor de Las Claustrillas. La visita bien vale una mañana pero nosotros sólo dispusimos del tiempo de la visita guiada y un poco más. Si os gusta la historia y los entresijos de reyes, abades y demás nobleza, así como los líos de palacio, estad seguros de que esta visita os encantará y, por si fuese poco, el Monasterio es un lugar bello, casi idílico, donde el arte y la historia van cogidos de la mano.
A cuarenta y cinco minutos de Burgos aproximadamente está Frómista (Palencia) y en mitad de una amplia e irregular plaza su joya románica, la Iglesia de San Martín de Tours. El cielo había ido despejándose conforme iban avanzando la manecillas del reloj y cuando bajamos del coche el sol era dueño y señor de todo su reino del cielo, pero abajo en la tierra, en ese justo momento, para mí, quien dominaba bellamente aquel instante era la Iglesia de San Martín. Es difícil de explicar pero cuando uno contempla la Iglesia de San Martín, por cualquiera de sus cuatro puntos cardinales, tiene la sensación de que todo está bien hecho, quiero decir, perfectamente hecho, equilibrado tanto armoniosa como artísticamente. Nada sobresale ni para bien ni para mal, es completamente proporcionado, tanto las simetría de sus torres como la altura del cimborrio, la escala del pórtico y las dimensiones de las ábsides. Una perfecta armonía visual.
Quisimos entrar pero estaba cerrada, y aún faltaban un par de horas para que abrieran sus puertas. No podíamos esperar tanto. Los viajes son así. Las visitas del camino se hacen en el camino y llegas cuando el camino te lleva a ella. Depende más del camino que de uno. Quizás la próxima vez sea posible, o quizá no. Nunca se sabe. A veces es bueno dejar una excusa para volver. Nosotros dejamos dos. Ver el interior de la Iglesia y picar algo en La Venta Boffard, a pocos metros de la Iglesia, donde hay un patio alargado y al mismo tiempo recogido en el que sirven degustaciones de quesos Boffard. ¡Qué olor!
Pero no quisimos demorarnos, pues ya teníamos comprometido el almuerzo. A pocos kilómetros de Frómista hay un pequeño pueblo llamado Villalcázar de Sirga y en él un mesón, Mesón de Los Templarios, y mi hermano que lo conocía bien, antes de mi partida me recomendó encarecidamente que lo visitase. No teníamos reserva, porque no sabíamos si podríamos encajarlo en nuestro itinerario, pero finalmente pudimos, aunque tuvimos que tirar de una pizca de ingenio y un saco de suerte para coger una mesa. ¡Y valió la pena!, porque les aseguro que si alguna vez vuelvo, en la siguiente ocasión, haré el esfuerzo que sea necesario para encajar de nuevo el almuerzo en este mesón dentro del itinerario. Comimos de entrada una sopa castellana, un plato de queso y morcilla palentina ¡ojo!, y como plato principal lechazo al horno de leña. Una delicia para los sentidos.
Para llegar a León pasamos por Carrión de los Condes, pero de pasada. Sólo yo me bajé del coche para fotografiar y contemplar durante unos instantes la imponente fachada del Antiguo Monasterio de San Zoilo. Los niños, una vez la panza llena, había quedado amodorrados en sus asientos. El aire acondicionado y la música de los altavoces fueron un aliciente mayor que la fachada de un Monasterio. Mi santa que no quiso dejarlos solos se quedó a contemplarla desde el coche. También nos detuvimos en la estrecha calle en la que se ve el famoso friso de la fachada de la Iglesia de Santiago. Al menos no me quedé sin verlo, pero fue una lástima no poder dedicarle más tiempo.
Poco más de una hora después estábamos en la habitación del hotel de León. Lo justo para subir el equipaje, acicalarnos un poco y listos para continuar, aunque esta vez a pie por el centro de León. Verdaderamente ya nos apetecía estirar las piernas.
La primera visita era obligatoria. Si vas a León la Catedral es una obligación. De nuevo nos ofrecieron la posibilidad de las audioguías y de nuevo nos pareció una buena idea. La catedral de León tiene algo que la diferencia de las demás: su luz. El haz de luces que entran a través de las vidrieras otorgan una presencia distinta al interior. Parece irreal, casi sobrenatural, divina. Uno camina bajo el rosetón con la mirada levantada, y la visión te tira hacia arriba, te impulsa. Uno desearía poder estar situado más alto, elevado, alzado sobre un artilugio que te permitiera desde la altura poder apropiarte de toda esa luz, o mejor aún, levitando en el mismo centro de la catedral, en el punto exacto donde la luminosidad entrante alcanzara su máximo esplendor, pero no es posible, o al menos yo no puedo, pero sí soy capaz de pasear y detenerme y comprobar que desde cada ángulo hay una visión distinta, casi mejor que la anterior. Al finalizar la visita uno sale convencido de que si existe una catedral, un templo religioso, en el que se pueda alcanzar el éxtasis del amor divino, sin duda, éste es uno de los más propicios.
Al abandonar la más francesa de las catedrales españolas, y después de enmarcarla varias veces en el objetivo de la cámara, continuamos nuestra visita por la Calle Ancha hasta la Plaza San Marcelo, donde está el Palacio de los Guzmanes y la Casa Botines, obra de Gaudí, en cuya fachada hay una fabulosa escultura de San Jorge y el Dragón, que llamó mucho la atención de los niños, aunque a todos nos pareció más un cocodrilo que un dragón. En el quiosco que hay en la misma Plaza de San Marcelo le compramos un par de sobres de cromos de fútbol a Miguelito, que no dejaba pasar la oportunidad de preguntarnos si se estaba portando bien cada vez que pasábamos delante de una papelería o quiosco. Y como está comprobado que el que la sigue la consigue, casi todos los días, al final de la jornada le caían un par de sobres. El muy pillo se te acerca, te da la mano, pone cara de niño bueno y te pregunta con una vocecita dulcísima: ¿verdad que me estoy portando bien hoy, papá?
Giramos a la derecha de la plaza hacia la Basílica de San Isidoro de León. Entramos y contemplamos el retablo, pero los niños estaban muy cansados para realizar una visita interior. De manera que salimos hacia la terraza de un bar que hay en la misma plaza, desde el que se podía admirar descansadamente la impresionante fachada románica. Lo cierto es que llevábamos mucho andado y mucho había aún que nos quedaba por andar.
Una vez restablecidas las capacidades mínimas para continuar la visita, nos acercamos hasta el Arco de la Cárcel, frente a la Plaza del Espolón, entramos y salimos en pocos minutos, y nos adentramos de nuevo hacia el centro de León, aunque en esta ocasión por calles más solitarias -para mi señora demasiado solitarias-. Llegamos de nuevo hasta la Catedral, faro de esta ciudad. De nuevo muchas fotos. Perspectivas distintas, fotos distintas. Nos dejamos llevar entre el gentío por el Barrio Húmedo, hasta desembocar nuevamente en la Calle Ancha y en unas de sus bocacalles decidimos picar algo antes de regresar al hotel. La noche se cerraba y comenzaba a refrescar, a pesar de ello decidimos sentarnos en la terraza del Four Lions. Nuestra manía de preferir los exteriores. Four Lions es una cervecería que sirve -evidentemente- cerveza artesanal. Me tomé un par de buenas cervezas acompañadas con pinchos de jamón. ¡Qué fácil se enlaza la felicidad a veces!
Antes de retirarnos al hotel quisimos acercarnos a ver la Plaza Mayor por la noche, por verla iluminada, a pesar de que Miguelito y Sofía se negaban, pero les dijimos que era el camino más corto para regresar y más mal que bien aceptaron dejarse guiar por nuestros pasos. Aunque cada veinte pasos preguntaran si faltaba mucho para llegar al hotel.
Así se acabó la jornada un día más. Los niños reventados y nuestros pies machacados. Deseosos de volver al hotel y darnos un baño caliente, descansar un poco y, antes de dormir, preparar todo para el día siguiente. El final y el comienzo de algo parecido a días perfectos.
Quisimos entrar pero estaba cerrada, y aún faltaban un par de horas para que abrieran sus puertas. No podíamos esperar tanto. Los viajes son así. Las visitas del camino se hacen en el camino y llegas cuando el camino te lleva a ella. Depende más del camino que de uno. Quizás la próxima vez sea posible, o quizá no. Nunca se sabe. A veces es bueno dejar una excusa para volver. Nosotros dejamos dos. Ver el interior de la Iglesia y picar algo en La Venta Boffard, a pocos metros de la Iglesia, donde hay un patio alargado y al mismo tiempo recogido en el que sirven degustaciones de quesos Boffard. ¡Qué olor!
Pero no quisimos demorarnos, pues ya teníamos comprometido el almuerzo. A pocos kilómetros de Frómista hay un pequeño pueblo llamado Villalcázar de Sirga y en él un mesón, Mesón de Los Templarios, y mi hermano que lo conocía bien, antes de mi partida me recomendó encarecidamente que lo visitase. No teníamos reserva, porque no sabíamos si podríamos encajarlo en nuestro itinerario, pero finalmente pudimos, aunque tuvimos que tirar de una pizca de ingenio y un saco de suerte para coger una mesa. ¡Y valió la pena!, porque les aseguro que si alguna vez vuelvo, en la siguiente ocasión, haré el esfuerzo que sea necesario para encajar de nuevo el almuerzo en este mesón dentro del itinerario. Comimos de entrada una sopa castellana, un plato de queso y morcilla palentina ¡ojo!, y como plato principal lechazo al horno de leña. Una delicia para los sentidos.
Para llegar a León pasamos por Carrión de los Condes, pero de pasada. Sólo yo me bajé del coche para fotografiar y contemplar durante unos instantes la imponente fachada del Antiguo Monasterio de San Zoilo. Los niños, una vez la panza llena, había quedado amodorrados en sus asientos. El aire acondicionado y la música de los altavoces fueron un aliciente mayor que la fachada de un Monasterio. Mi santa que no quiso dejarlos solos se quedó a contemplarla desde el coche. También nos detuvimos en la estrecha calle en la que se ve el famoso friso de la fachada de la Iglesia de Santiago. Al menos no me quedé sin verlo, pero fue una lástima no poder dedicarle más tiempo.
Poco más de una hora después estábamos en la habitación del hotel de León. Lo justo para subir el equipaje, acicalarnos un poco y listos para continuar, aunque esta vez a pie por el centro de León. Verdaderamente ya nos apetecía estirar las piernas.
La primera visita era obligatoria. Si vas a León la Catedral es una obligación. De nuevo nos ofrecieron la posibilidad de las audioguías y de nuevo nos pareció una buena idea. La catedral de León tiene algo que la diferencia de las demás: su luz. El haz de luces que entran a través de las vidrieras otorgan una presencia distinta al interior. Parece irreal, casi sobrenatural, divina. Uno camina bajo el rosetón con la mirada levantada, y la visión te tira hacia arriba, te impulsa. Uno desearía poder estar situado más alto, elevado, alzado sobre un artilugio que te permitiera desde la altura poder apropiarte de toda esa luz, o mejor aún, levitando en el mismo centro de la catedral, en el punto exacto donde la luminosidad entrante alcanzara su máximo esplendor, pero no es posible, o al menos yo no puedo, pero sí soy capaz de pasear y detenerme y comprobar que desde cada ángulo hay una visión distinta, casi mejor que la anterior. Al finalizar la visita uno sale convencido de que si existe una catedral, un templo religioso, en el que se pueda alcanzar el éxtasis del amor divino, sin duda, éste es uno de los más propicios.
Al abandonar la más francesa de las catedrales españolas, y después de enmarcarla varias veces en el objetivo de la cámara, continuamos nuestra visita por la Calle Ancha hasta la Plaza San Marcelo, donde está el Palacio de los Guzmanes y la Casa Botines, obra de Gaudí, en cuya fachada hay una fabulosa escultura de San Jorge y el Dragón, que llamó mucho la atención de los niños, aunque a todos nos pareció más un cocodrilo que un dragón. En el quiosco que hay en la misma Plaza de San Marcelo le compramos un par de sobres de cromos de fútbol a Miguelito, que no dejaba pasar la oportunidad de preguntarnos si se estaba portando bien cada vez que pasábamos delante de una papelería o quiosco. Y como está comprobado que el que la sigue la consigue, casi todos los días, al final de la jornada le caían un par de sobres. El muy pillo se te acerca, te da la mano, pone cara de niño bueno y te pregunta con una vocecita dulcísima: ¿verdad que me estoy portando bien hoy, papá?
Giramos a la derecha de la plaza hacia la Basílica de San Isidoro de León. Entramos y contemplamos el retablo, pero los niños estaban muy cansados para realizar una visita interior. De manera que salimos hacia la terraza de un bar que hay en la misma plaza, desde el que se podía admirar descansadamente la impresionante fachada románica. Lo cierto es que llevábamos mucho andado y mucho había aún que nos quedaba por andar.
Una vez restablecidas las capacidades mínimas para continuar la visita, nos acercamos hasta el Arco de la Cárcel, frente a la Plaza del Espolón, entramos y salimos en pocos minutos, y nos adentramos de nuevo hacia el centro de León, aunque en esta ocasión por calles más solitarias -para mi señora demasiado solitarias-. Llegamos de nuevo hasta la Catedral, faro de esta ciudad. De nuevo muchas fotos. Perspectivas distintas, fotos distintas. Nos dejamos llevar entre el gentío por el Barrio Húmedo, hasta desembocar nuevamente en la Calle Ancha y en unas de sus bocacalles decidimos picar algo antes de regresar al hotel. La noche se cerraba y comenzaba a refrescar, a pesar de ello decidimos sentarnos en la terraza del Four Lions. Nuestra manía de preferir los exteriores. Four Lions es una cervecería que sirve -evidentemente- cerveza artesanal. Me tomé un par de buenas cervezas acompañadas con pinchos de jamón. ¡Qué fácil se enlaza la felicidad a veces!
Antes de retirarnos al hotel quisimos acercarnos a ver la Plaza Mayor por la noche, por verla iluminada, a pesar de que Miguelito y Sofía se negaban, pero les dijimos que era el camino más corto para regresar y más mal que bien aceptaron dejarse guiar por nuestros pasos. Aunque cada veinte pasos preguntaran si faltaba mucho para llegar al hotel.
Así se acabó la jornada un día más. Los niños reventados y nuestros pies machacados. Deseosos de volver al hotel y darnos un baño caliente, descansar un poco y, antes de dormir, preparar todo para el día siguiente. El final y el comienzo de algo parecido a días perfectos.
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