Aquí en el sur, o al menos en mi sur, que es el de España y en parte también el de Europa, en Málaga, los últimos días de septiembre y los primeros de octubre atesoran la temperatura más agradable del año. Entre abril y mayo se dan simétricamente las mismas circunstancias. En las primeras horas del día, cuando bajo a paso sosegado hacia el trabajo, todo lo que me rodea parece estar envuelto en una perfección irreal, nada está envenenado aún, las calles aún permanecen limpias, los pájaros buscan alegremente el sustento de sus crías, los niños van al colegio de la mano de sus madres y hermanos, perfectamente peinados con su raya al lado, oliendo a perfume infantil. Por el camino me cruzo con conocidos con los que saludo los buenos días cordialmente. Se cede el paso con educación vial en los pasos de cebra, el olor a pan recién hecho inunda el aire y delante de las cafeterías el olor es absolutamente cautivador. Todo esto, unido a la música que llevo enchufada a los oídos conjuntan un verdadero placer. Parte de la esencia de la felicidad.
Pero de alguna manera, poco a poco, las horas avanzan tirando de la mañana y las personas van torciendo el gesto, cambiando el humor, y el calor empieza a apretar y la gente va encabronándose de tal manera que cuando regreso a casa ya nadie respeta los pasos de cebra.
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