Poco a poco voy retomando el acomodado ritmo de la normalidad. Los días parecen crecer en la dirección correcta hacia el descanso rutinario. Los fines de semana regresan con parsimonia y desdén, y desde antes de asomar la esquina de sus primeras horas ya está uno imaginando y maquinando en la cabeza todo aquello que pretende llevar acabo en él. Evidentemente cuantos más planes uno desea realizar, más complicada se convierte la tarea, por eso, la mejor forma que conozco para exprimir al máximo cada hora de los días, es dejando en blanco la programación de las tareas. Nada de planes. El caótico e imprevisto beneficio del azar gobernando el limpio panorama de las horas por llenar.
Los fines de semana son como el descanso de regresar a casa tras un largo viaje. Y de entre todos los fines de semana uno que marca una gran diferencia con el resto, es el último de octubre. En él se da por terminado el verano definitivamente. Recién acabó la feria de mi localidad, y ya puedo ponerme a dieta y, como si no fuese suficiente, además, este fin de semana contiene una hora más. Habrá que disfrutarla.
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