Cada vez tengo más claro que detesto las campañas electorales. Ver a un político hablar me parece una absoluta pérdida de tiempo. Dicen que tienen propuestas, que las soluciones económicas les salen de las orejas, que en el bolsillo tienen una barita mágica y sólo les falta decir que si te tocan en el hombro te sanarán o te tocará la lotería. Los observo y saco mis conclusiones más de su expresión corporal, de lo comedido o abrumador de sus gestos, que de lo que les sale por la boca. Todos creen ostentar la razón y todos creen fervientemente que son la solución a nuestros problemas. Mantienen una seguridad sobre sí mismos desbordante, una palabrería admirable. Tampoco admiten tener lagunas en sus impecables programas electorales y todas sus estupendas propuestas parecen ser soluciones eficaces a nuestros problemas.
Sin embargo, después de estar oyéndolos unos pocos minutos, mientras te cuentan sus múltiples ideas innovadoras y sus propuestas acomodadas a las soluciones individuales pero enfocadas en el problema general y tal y tal, comprendes que llevas escuchándolos un buen rato hablando maravillas de lo que van a hacer pero no han explicado nada del cómo lo van a hacer.
Esta actitud me parece muy desconcertante, pues a mí me pasa todo lo contrario. Mientras más edad tengo más dudas me surgen. Cada día tengo más incertidumbres, y cada vez tengo más claro que lo que me hace bien por un lado me perjudica por otro, y que por muy bien que haga una cosa siempre tengo la seguridad de que podría hacerse mejor. Tengo tan claro que las cosas buenas no necesitan publicidad y que es mucho mejor obrar que hablar, que me parecen charlatanes de feria. Entonces cambio de canal y casi cualquier cosa que encuentre mejora lo anterior, así recuerdo por qué detesto tanto las campañas electorales.
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