Acaba de terminar el verano, el otoño tiene envoltorio de suspiro y las navidades están a la vuelta de la esquina, pero como todo tiene su tiempo, y no es cuestión de ir saltándose las estaciones, mientras llega el momento del turrón y los mantecados tenemos entre nosotros las castañas asadas.
Salí del trabajo y en un puesto de castañas rodeado de denso humo junto al mercado central compré un cartucho de tres euros, que dan para dieciocho castañas asadas. Pocos minutos después, al abrir la puerta de casa y anunciar que traía castañas, los niños se abalanzaron sobre mí como un depredador sobre su presa.
El primer cartucho de castañas asadas de la temporada siempre llega con ese aire de novedad cíclica -si es que es posible que algo cíclico sea al mismo tiempo novedoso-. En esta ocasión las castañas se pelaban con extraordinaria facilidad, lo que fue una sorpresa decepcionante. Yo esperaba pelarles las castañas a los niños tal y como mi madre me las pelaba a mí, con minuciosidad y paciencia, pero no fue necesario, ellos es un santiamén y casi si esfuerzo las pelaban completamente. En cierta manera fue descorazonador, pero con el intenso sabor de la primera castaña asada el inesperado chasco se diluyó inmediatamente. No importa -pensé-. Ya habrá otros días con castañas difíciles de pelar. Entonces viví un déjà vu. Tenía la sensación de que ya había vivido esa imagen con antelación. No era capaz de anticipar nada que pudiera pasar, pero mi mente me repetía la idea, una y otra vez, de que aquello ya lo había vivido. Los cuatros en la cocina, sentados juntos alrededor de un cartucho de castañas. La sensación era extraña pero lógica, porque al fin y al cabo, ¿es posible que algo cíclico sea novedoso?
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