viernes, 23 de mayo de 2014

Maldita jacaranda

Bajaba a buen paso por la ancha acera que lleva desde casa hasta el centro, con los auriculares al oído disfrutando del último disco de The Black Keys. La temperatura a primera hora de la mañana era perfecta para el paseo. Fresca pero sin humedad, cálida pero sin abuso. Se podía mantener perfectamente una buena caminata sin romper a sudar. La claridad del cielo era plena aunque el sol no lucía aún en su máximo esplendor, por lo que  la visión era más nítida y despejada de lo que sería en apenas una hora.

Caminaba de manera distraída, disfrutando de la música, sin prisas, y de repente... ¡zas! resbalé en lo más plano y batacazo al suelo. Por suerte pude poner las manos a tiempo en el piso y caí de rodillas. Pudo ser peor -pensé-. El joven que me seguía quiso ayudarme a levantar, una señora que venía de frente me preguntó si estaba bien. El reloj se abrió del golpe y quedó atravesado entre la mitad de la palma y la muñeca, lo que me provocó un buen pellizco en la muñeca. Las rodillas, ambas, rozadas y con la piel casi en carne viva. Las rodilleras del pantalón sucias pero no rotas. Un buen susto pero nada más.

Cuando uno cae procura levantarse lo más rápido que puede, como intentando evitar que nadie lo vea, que nadie se percate del lance, como avergonzado. Algo absurdo. Uno mira el suelo como pidiendo explicaciones. Un charco de grasa en el suelo fue el culpable. Comprendí que alguien había aparcado en la acera una moto que perdía aceite y dejó el charco allí para cualquier incauto que tuviera ganas de aquaplaning. Yo, sin pretenderlo, fui el elegido.

Seguí caminando, intentando desprenderme del susto, magullado pero feliz porque podría haber sido peor. Entonces me miré las manos. Tenía las manos pegajosas y de color lila. ¿Qué era aquello? En seguida caí en la cuenta: la jacaranda. Ese árbol elegante y ligero, que apenas adorna con su sombra y que desprende una especie de rocío pegajoso y desagradable. Un árbol con flores de color muy exótico pero que impregna la acera cada día con su adherente cualidad. ¡Maldita jacaranda! -pensé-.

Tuve que lavarme las manos tres veces para deshacerme de semejante pringosidad. ¿Quién será el iluminado que decidió plantar jacaranda a todo lo largo de la avenida? ¿Quién el responsable? ... ¡me cago en su mala sombra!


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