Llegó a la casa de la colina y bajó de la moto, se sacó el casco del codo y lo colocó en el manillar. Desde el porche de entrada escuchaba las voces que le solicitaban presteza. De la cartuchera sacó la bolsa con hielo y la levantó como quien saluda con un puño en alto, y un vocerío alegre y jovial le abrazó como una bienvenida.
De entre los perfiles recortados por la luz que brillaba en el porche la vio acercarse. Una camiseta desgastada blanca de aros y unos vaqueros celestes recortados, cortos, muy cortos, como a él le gustaban, con un cinturón ancho y con unas sandalias que le trepaban por las piernas. Entre las manos sostenía un paquete de tabaco y en sus ojos mostraba a una mujer herida. Se retocó hacia atrás delicadamente el largo cabello y colocó sensualmente el cigarrillo entre los labios de rojo intenso y le pidió fuego. Él se secó las manos húmedas en los muslos de los vaqueros, sacó un zippo del bolsillo trasero y le quitó cuidadosamente el cigarrillo de entre los labios y se lo colocó en los suyos. Lo encendió y dio una profunda calada. Ella aguardaba torciendo los labios y levantando la ceja. A él le encantaba ese gesto. Expulsó el humo con calma por la nariz y se inclinó para besarla pero ello giró la cara intencionadamente. Él chasqueó los labios. Ella le quitó el cigarrillo con malos modos y se giró para volver a la terraza, pero él la agarró del brazo impidiéndole volverse. ¿A qué viene eso ahora? -le preguntó él-, pero ya sabía la respuesta, la conocía suficientemente bien como para saber por qué estaba molesta. Se había entretenido con unos amigos después del trabajo echando unas cervezas, y no había ido a recogerla para subir a la colina. He tenido que llamar a mis compañeras a última hora para que vinieran a recogerme- le contestó mostrando enfado- y las he pillado por poco, estaban a punto de salir. Podrías haberme avisado -añadió con reproche-. Venga, no te enfades, no me di cuenta, ya sabes, me entretuve y el tiempo se me fue de la cabeza. Ella aceleró el paso y se adentró en la casa abandonada, subiendo los escalones de la entrada como un cervatillo ligero y delicado.
Él echó la cabeza hacia atrás resoplando y contempló aquella luna completa reinando en la noche estrellada, mientras se lamentaba por su vaga dejadez y por aquella extraña apatía que le hacía estropear las cosas. Cogío la bolsa de hielo y fue hacia el interior de la casa en busca de aquel cervatillo refunfuñón, con la lentitud del arrepentimiento pesándole sobre la espalda, intentando encontrar las palabras que le devolviesen aquel beso difuminado bajo el brillo de una noche estrellada.
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