viernes, 1 de agosto de 2014

El turista inesperado

Se recibe una llamada telefónica, o un aviso en el buzón, o el timbre de la puerta suena con alguien que viene a darnos una noticia, o simplemente se enciende una lucecita en el cuadro de mandos del coche, y todo, sin aviso previo, de repente, puede virar de una manera vertiginosa en el transcurso de unos instantes.

Uno plantea medianamente lo que pretende llevar a cabo al día siguiente, e incluso los días posteriores al siguiente, aunque mantiene la precaución de no tomar muy en serio todo lo que se adelante mucho en el calendario. Apunta pero no de manera muy concisa, prepara por encima lo que piensa que dará de sí el día. Calcula horarios, tiempos de traslados, anota las compras necesarias para cocinar el almuerzo, se cita a una hora y en un lugar con alguien para compartir el café, y todo, sin saberlo, en cuestión de segundos, puede variar de una manera insospechada.

Desde ese preciso momento, una vez que se tiene conocimiento de la inoportuna novedad, todo puede girar, cambiar por completo, todos los planes son tachados o quedan pendientes de evolución, suspendidos. Todo, de alguna forma, se ve afectado por los nuevos planes. Nada de lo previsto es irrevocable, ni ineludible. El azaroso vaivén de la vida, de lo que nos afecta en la vida, tan infalible como impreciso, lo ha cambiado todo. Nuestras dependencias hacia nuestro entorno, hacia lo que estamos atados, de alguna manera, coarta nuestra libertad.

Se encendió una lucecita en el coche, y rápidamente tuvimos que llevarlo al garaje. El mecánico nos dijo que teníamos que dejar el coche en el garaje, e, inmediatamente todos nuestros planes se fueron al garete. Sin rechistar. Sin el coche nada de lo planeado era posible.

Cuando el mecánico esa misma tarde nos llamó contándonos que el coche ya estaba listo, y que ya podíamos ir a recogerlo, comenzamos de nuevo a rellenar los huecos del calendario de los días siguientes, pero al recogerlo nos comentó que lo probásemos, que le pisásemos y que hiciéramos diabluras con él. Subid a Mijas, sugirió.

Desde Mijas las vistas son impresionantes, pero sobre todo cuando es de noche y la noche es completamente cerrada, y los bares ya han recogido la mayoría de las velas que adornaban románticamente las mesas, los burros han dejado de cargar, calle arriba y calle abajo, a orientales con cámaras con pesados objetivos y molestos flashes, y algunos portones de las tiendas de souvenir ya han resonado estruendosamente en su último recorrido del día.

Como un turista inesperado me apoyé en la herrumbrosa barandilla del mirador, después de haber disfrutado de un estupendo entrecôte a la brasa en una de las múltiples terrazas mijeñas, y contemplé la insondable oscuridad del negro mar, intentando imaginar hacia dónde se dirigiría aquel transatlántico, cuyas luces parecían flotar en un lugar indeterminado entre la línea de la costa y el manto infinito de estrellas, preguntándome, si quizás, alguien, en aquella ciudad flotante, como un espejo, mirase hacia donde yo estaba.

Minutos después, bajando hacia Fuengirola por la serpenteante carretera, comprobé satisfecho que la luz del cuadro de mandos se mantenía benévolamente apagada, pero que las luces del coche, tal vez, como un faro en la costa, podría ahora llamar más la atención a alguien de aquel barco fantasmal. Ahora era yo, con una luz zigzagueante, quién sabe si intermitente, quien provocaba en algún pasajero un pensamiento similar.

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