Siento tendencia por lo que no debo, por lo que tengo prohibido o, por lo menos, desaconsejado. Deseo todo aquello que he de dejar de lado. No es algo superior a mis fuerzas, como suele decirse, sino que simplemente no hago otra cosa que ceder al atractivo impulso de lo prohibido.
Sé que la pimienta, el café, el alcohol... están estragando mi estómago. Que hay ciertas comidas que me perjudican y que hay también ciertos hábitos que debo observar y que me hacen bien, y, aunque no lo crean, intento ajustarme a los límites permitidos, aquellos a partir del cual sé que me pueden perjudicar, pero de vez en cuando, irremediablemente, como un niño que juega con el peligro, caigo en las redes de lo prohibido.
Al menos -me consuelo- eso de saber que no estoy haciendo bien y que hasta yo mismo me impondría un severo castigo, hace que ese momento de insensatez consciente, en el que estoy tomando un whisky scotch de 12 años, o un plato indio picante, por poner sólo dos ejemplos, multiplique la sensación de plenitud en el trascurso de la falta.
Saber que no se debe hacer algo incrementa largamente el deseo de realizarlo. Ya saben que basta que a uno le prohíban realizar cualquier actividad para que desde ese preciso instante no se piense en otra cosa que en saltarse la prohibición.
Cuando tomo asiento en un restaurante y estudio el menú, por alguna endiablada razón, siempre tiendo a desear justo aquellos platos que más perjuicio me hacen, ya sean unas patatas bravas o un entrecôte con salsa a la pimienta. Lo peor de todo esto es que cuando me salto las normas, el que termina pagando el pato soy yo.
Al menos -me consuelo- eso de saber que no estoy haciendo bien y que hasta yo mismo me impondría un severo castigo, hace que ese momento de insensatez consciente, en el que estoy tomando un whisky scotch de 12 años, o un plato indio picante, por poner sólo dos ejemplos, multiplique la sensación de plenitud en el trascurso de la falta.
Saber que no se debe hacer algo incrementa largamente el deseo de realizarlo. Ya saben que basta que a uno le prohíban realizar cualquier actividad para que desde ese preciso instante no se piense en otra cosa que en saltarse la prohibición.
Cuando tomo asiento en un restaurante y estudio el menú, por alguna endiablada razón, siempre tiendo a desear justo aquellos platos que más perjuicio me hacen, ya sean unas patatas bravas o un entrecôte con salsa a la pimienta. Lo peor de todo esto es que cuando me salto las normas, el que termina pagando el pato soy yo.
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