Despertó de la manera más perezosa que pudo. Apenas entreabría los párpados, una claridad matutina se filtraba dañinamente por las cortinas, pero era su día de descanso y no tenía nada previsto por hacer, salvo los más de trescientos kilómetros que lo separaban de una pequeña buhardilla que recientemente había alquilado.
Apenas reconocía aquella habitación. No había prestado la más mínima atención cuando entró, la urgencia del deseo los arrojó a la recepción del primer hotel decente que encontraron. La habitación era el destino final de un número de tres cifras en el llavero que un distraído recepcionista les había entregado.
Se sentó al borde de la cama y buscó en la mesa de noche el reloj, en el preciso momento en el que escuchó la cisterna del baño. Soltó el reloj y se recostó bocabajo de nuevo. Ella salió silenciosa y se sentó de espaldas a él. La silueta de su figura entrecortaba los intermitentes haces de luces que escapaban por entre las cortinas. No sabía su edad, pero imaginaba que sería algo mayor que él. Siempre se había sentido atraído por mujeres más jóvenes que él, pero esta vez fue diferente. Esta vez no había buscado tanto compañía como una diversión. No quería complicaciones ni efectos secundarios.
Se conocieron como se conocen todas las parejas, por casualidades. Ella tenía que tapizar un sofá y una compañera de trabajo le había hablado de él. Le dio su teléfono y unas cuantas llamadas más tarde se estaban devorando el uno al otro. Ella llevaba alianza pero él sólo llevaba tonteando un tiempo con la camarera del bar en el que solía desayunar.
Aprovecharon un viaje de negocios de ella para derretir su historia de pasión. Él sabía que no duraría mucho más. Ella también lo sospechaba. Reservaron aquella mañana para pasear el final de su historia. Una historia que les había durado dos sofás, siete hoteles, cuatro tardes, cinco noches y una mañana. Aquélla.
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