Muchas veces en la vida uno ha de elegir entre varias opciones, entre varias proposiciones, y es posible que sea libre para elegir la opción que más le apetezca, lo cual, por cierto, no ocurre muchas veces. Así visto parece simple, elegir lo que uno prefiera, pero les aseguro que no siempre es sencillo, porque por lo menos en mi caso, uno no tiene claro en todo momento lo que desea hacer, y aunque la elección la tomemos libremente y sin tener en cuenta la opinión de los demás, no siempre estamos seguros de nuestra elección. De hecho, una de las preguntas que me hago a menudo es: ¿tiene todo el mundo claro siempre lo que prefiere? Es posible que existan personas que sí, que más o menos tienen bastante claro todo lo que pretenden, y que sean incluso rápidos y diligentes a la hora de tomar las decisiones. Pero no es mi caso, aunque reconozco que en ocasiones he conseguido adoptar una cierta seguridad a la hora de tomar decisiones, en realidad lo hago como una salida transversal, algo así como una pose, una deliberada manera de hacerme sentir seguro, pues he comprendido que hay elecciones tras las que nunca quedaré satisfecho. Me cuesta tanto saber verdaderamente lo que prefiero que al final no quedo seguro de haber tomado mi elección preferida. De manera que aunque mi decisión haya parecido en primer instante ser tomada con una evidente firmeza, en realidad, no estoy del todo seguro.
No es algo que me venga de ahora, no, es algo casi innato en mí. Desde mi tierna juventud a la hora de tomar decisiones sobre lo que quería o no quería hacer, elegía lo que fuese, lo que menos me disgustase, lo que me causara menos molestia con tal de no permitir que otros decidieran por mí. Es así de absurdo y contundente. Prefiero equivocarme yo a que otros acierten por mí. ¿Es jodido, verdad? Evidentemente debido a semejante sistema aleatorio y sin sentido, me he dado muchos cabezazos en la vida, aunque, bien mirado, no me ha ido tan mal como podría parecer y es que la toma de decisiones sobre lo que uno prefiere o no, no deja de ser algo aleatorio.
Cuando me di cuenta y comprendí que yo prefería tomar decisiones equivocadas antes que aceptar que otro tomara decisiones por mí, aunque yo supiera de antemano que tal vez eran más lógicas y más de mi agrado que mis propias elecciones, ya era demasiado tarde para cambiar. El veneno de mi irreverente forma de tomar decisiones ya llevaba el camino cuesta abajo, o mejor, cuesta arriba.
Sin embargo sí hay algo que ilumina mis decisiones de una manera absoluta, y que me es mucho mas fácil saber, y es que sí sé lo que no quiero hacer. Una frase que aparece en la maravillosa película de La gran belleza lo sintetiza perfectamente:
"El descubrimiento más importante que hice poco después de haber cumplido los 65 años fue que no podía perder el tiempo haciendo cosas que no quiero hacer".
No es algo que me venga de ahora, no, es algo casi innato en mí. Desde mi tierna juventud a la hora de tomar decisiones sobre lo que quería o no quería hacer, elegía lo que fuese, lo que menos me disgustase, lo que me causara menos molestia con tal de no permitir que otros decidieran por mí. Es así de absurdo y contundente. Prefiero equivocarme yo a que otros acierten por mí. ¿Es jodido, verdad? Evidentemente debido a semejante sistema aleatorio y sin sentido, me he dado muchos cabezazos en la vida, aunque, bien mirado, no me ha ido tan mal como podría parecer y es que la toma de decisiones sobre lo que uno prefiere o no, no deja de ser algo aleatorio.
Cuando me di cuenta y comprendí que yo prefería tomar decisiones equivocadas antes que aceptar que otro tomara decisiones por mí, aunque yo supiera de antemano que tal vez eran más lógicas y más de mi agrado que mis propias elecciones, ya era demasiado tarde para cambiar. El veneno de mi irreverente forma de tomar decisiones ya llevaba el camino cuesta abajo, o mejor, cuesta arriba.
Sin embargo sí hay algo que ilumina mis decisiones de una manera absoluta, y que me es mucho mas fácil saber, y es que sí sé lo que no quiero hacer. Una frase que aparece en la maravillosa película de La gran belleza lo sintetiza perfectamente:
"El descubrimiento más importante que hice poco después de haber cumplido los 65 años fue que no podía perder el tiempo haciendo cosas que no quiero hacer".
Al menos, me digo, no he necesitado llegar a los 65 años para tenerlo claro.
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