A Stephen Crane le unía "una cálida y eterna amistad" con Conrad y Hemingway lo consideraba "un autor fundamental", basta con esto para sentir unas tremendas ganas de leer a Stephen Crane, pero si además el libro cuenta once historias sobre el Nueva York de 1900, poco más queda que añadir.
El libro lo encontré en la biblioteca, entre las miles de novelas que allí se encuentran, pero andaba con ganas de cuentos o de relatos o, a lo sumo, de una novela corta -entre otras cosas porque no tengo tiempo para mucho más- y me crucé con este autor desconocido para mí. El prólogo era de Juan Bonilla y conforme iba leyéndolo tuve claro que me lo llevaría. La edición cuidada y manejable de El olivo azul también ayudó.
Las historias tratan de atrapar el alma de la ciudad, más que de los personajes, son breves, y hoy día son un documento histórico sin igual, pues Stephen Crane era un enamorado de la realidad y más concretamente de la realidad de Nueva York. Hacía gala de narrar sólo lo que había sucedido, y lo trascendente en su escritura no es tanto lo que cuenta sino todo lo que rodea a aquello que cuenta. Crane se ocupó de aquello a lo que nadie antes había dado importancia. Enfocó más en los comportamientos humanos que en las personas. Procuró encontrar el espíritu de una época a través de las vivencias de sus personajes.
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