En este blog intento ser sincero con las cosas que escribo, y si es posible ser coherente con lo que digo, lo cual, por cierto, no siempre son actitudes que vayan cogidas de la mano. Ser sincero puede resultar relativamente sencillo, mientras que ser coherente es bastante más complicado.
Una de mis aleatorias coherencias autoimpuestas es la de leer de vez en cuando un clásico. En esta ocasión he vuelto a leer a William Shakespeare, pero en lugar de leer teatro me he inclinado a leer sus Sonetos. La edición que tenía por casa era una edición bilingüe de Alianza Editorial y sobre ella me volqué.
Pero si he de ser sincero con lo que escribo, después de leerlo he de afirmar que los poemas no me han entusiasmado especialmente y aunque está claro que entre los 154 poemas que en el están incluidos hay algunos que me han gustado, pero en general es un poemario sobre el que me ha costado soñar. Evidentemente me culpo más a mí mismo que a Shakespeare. Tengo una cierta inclinación hacia un tipo de poesía más que hacia otra y Shakespeare, en este momento de mi vida, no ha coincidido con ella.
CXXVIII
Cuando, música mía, extraes música
de esa feliz madera que resuena
bajo tus dulces dedos, y alzas suave
el puro acorde que a mi oído arroba,
¡cómo envidio las teclas que encabritan
por besar el tierno hueco de tu mano
mientras mis pobres labios, sin cosecha,
rubor sienten al ver sus osadías!
Por tal caricia, anhelan el estado
y suerte de esas piezas danzarinas,
pues tus dedos, con garbo, le bendicen
a inerte leña más que a labios vivos.
Si a las lascivas teclas satisface,
dales tus manos, pero a mí tus besos.
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