He pasado el último par de días tirado sobre una tumbona a tres metros de una piscina, parapetado del tórrido sol que abrasa Chiclana a fuego lento bajo una sombrilla de lona de color blanco, untado pingüemente en crema solar, con una edición de bolsillo entre las manos y los auriculares enchufados a los oídos. Aislado hasta de mí mismo, porque en ocasiones no tenía sensación ni de ser yo el que estaba viviendo semejante experiencia.
Para hacer más llevadera esta vida descuidada, intercalaba los desestresantes descansos bien cebándome a comer, glotoneando de por aquí y de por allí en el bufet libre, o bien retirándome a yacer en una amplia habitación dotada de aire acondicionado. Y cuando no me dedicaba a ninguno de estos placeres, o pecados bíblicos, lo mismo da, me dedicaba a pasear por la orilla, recogiendo conchas con mi pequeña Sofía, la alegría personificada en una niña siete años, que cuando la saqué de debajo de una ola afirmaba que le había salvado la vida.
Ya ven que me cuido y que intento no desperdiciar el tiempo. Todo sea por saborear el zumito que le exprimo a la vida.
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