Cuando después de un año o un periodo prolongado de vida dedicado a una actividad se llega, tras muchos esfuerzos, tras muchas noches sin pegar ojo, a su conclusión, la principal sensación es de alivio, incluso de liberación, y si el tiempo ha sido intensamente empleado, proporciona el placer íntimo de sentir que se han hecho bien las cosas, la sensación de satisfacción de los finales bien llevados, entonces uno comienza a vislumbrar la llegada deseada de un descanso merecido. Pero ocurre que paralelamente crece en nosotros un ligero sentimiento de vacío e incertidumbre. El tiempo que dedicamos, que compartimos con otras personas será sustituido por otro tiempo dedicado a otras tareas, probablemente rodeado de otras personas y de otros lugares, que llegarán para reemplazar a los anteriores. Las conclusiones y los inicios llegan siempre aderezados de cambios de entornos, de distintos contextos, de ciclos de vida.
Las experiencias vividas, ya sean buenas o malas, enriquecen nuestros mecanismos de vida, nos aportan ejemplos a seguir o a evitar, nos suministran modelos a imitar o a descartar, nos aportan en definitiva pautas de comportamiento, maneras de enfrentarnos a nosotros mismos, formas de aprender a dañarnos los menos posible. Son al fin y al cabo mecanismos de defensa: maneras de sobrevivir.
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