Dedicar una mañana a ordenar los cajones de un cuarto es una tarea entre melancólica y de liberación. Las fotos encontradas después de tanto tiempo, aquella carta en el que aún permanecen sus labios de carmín, una correa de reloj gastada, una pluma de pavo real que cae de entre las páginas de un libro, el cuadriculado horario de un curso pasado, un backgammon que guarda en su interior las anotaciones de las partidas en algún momento interrumpidas, un cubo de Rubik, un programa de una exposición, recortes de periódicos, la tarjeta magnética de una habitación de hotel... todos son recuerdos personales y compartidos, todo tiene su porción de tiempo vivido, y ahora son esculturas de un pasado olvidado y recordado, como destellos de viajes en el tiempo, sensaciones físicas de recuerdos de vida.
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