Los cielos del interior no tienen nada que ver con los cielos de la costa. En el interior no existe esa comparación directa de azules entre el mar y el cielo. El contraste con el perfil de la montaña no es tan acusadamente bello como el contacto difuso y lineal de los dos azules en el horizonte. El cielo desprende sobre el mar una claridad irreal, como de ensueño, que provoca una embelesamiento sobre la mirada que induce a guardar silencio.
El cielo del interior a pesar de no poseer ese espejo en el horizonte, permite perseguir las sombras de las nubes sobre una ladera más fácilmente que sobre la superficie del mar, donde la mirada se pierde y vagabundea perezosamente. En los cielos de interior es más sencillo detener la mirada sobre un hito de la montaña, bien sea sobre un pequeño caserón junto a un risco, o bien una ermita blanqueada destacando al final de una acusada carretera, o quizás un mirador que llama la atención por el colorido de los coches allí aparcados. Siempre es más sencillo detener la mirada en alguna cicatriz visual de la montaña; sobre el mar la mirada no puede abarcar todo lo que posee ante sí y tiende a envilecerse, pero en la montaña la simplicidad lineal se corrompe y adquiere una profundidad y complejidad más entretenida y versátil.
La montaña atrae más la mirada que el horizonte marino, el cielo pierde presencia sobre la montaña, porque la montaña atrapa la luz. El juego de luces y sombras, el movimiento de las hojas de los árboles, la vida en la montaña se muestra sobre su superficie mientras que en el mar está sumergida e insondable. Perseguir un coche con la mirada, descubriendo su recorrido durante el trayecto de hilado por entre los árboles es una distracción ligera y plena al mismo tiempo, aunque probablemente no tan hermosamente soñadora como contemplar a un velero perderse en la inmensidad azul del horizonte. El mar es soñador, la montaña es vida.
Este fin de semana he vuelto a la Sierra de Grazalema y desde la terraza de mi habitación disfruté de perfiles de montañas dibujados sobre fondos ocres y verdosos, con el cielo ofreciendo completamente la infinita gama de azules que puede encerrar, de una suavidad de gradación increíble, tan constante e imprecisa que parece irreal. El blanco de las ocasionales nubes y de los caserones encalados salpicando el panorama enriquecían y equilibraban la visión.
Ante aquella majestuosa visión creí llegar a la conclusión de que los cielos de interior perdían presencia porque el fruto de la vida sobre la tierra es más diverso que sobre la superficie del mar. Cavilaba sobre ello cuando el vuelo agitado y cercano de un ave me despertó de mis pensamientos. La vida de la montaña, haciendo ciertas mis elucubraciones, me despertó de mi ensoñación.
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