Acababa de regresar a casa después de pasar un par de días en Granada donde había visitado ese fastuoso palacio que es la Alhambra, y estaba sentado en el sofá esperando el partido de Champions League entre el Real Madrid y el Schalke 04 alemán. El encuentro se iba a disputar en Gersenkirchen, cerca de Dortmund, por donde yo había pasado cerca con el coche hace poco más de dos meses. La vista aérea del Veltins Arena Stadium era como un bello preludio de la magnífica noche de fútbol que ofreció el Real Madrid.
Apagué las luces y apoyé los dos pies cómodamente sobre la mesa. El reflejo esmeralda que destellaba desde la televisión extendía el césped más allá de los límites de la pantalla. El Real Madrid vestía de riguroso y llamativo naranja que provocó que el juego del equipo merengue destacara aún más sobre la absorta contemplación de los jugadores azules. Por delante uno de los partidos que todo jugador desea jugar. Una eliminatoria de Champions en Alemania.
Desde el pitido inicial hasta el final el partido fue un bello equilibrio de sudor y contundencia, de delicadeza y sutileza. El Real Madrid se dio un baño en Alemania, que tantas veces se le había atragantado, y una vez puestos el resultado fue contundente (1-6) pero justo, incluso puede decirse que corto. Disfruté como hacía tiempo que no disfrutaba de un partido de fútbol. A ratos parecía que estaba contemplando un ballet llevado a cabo por gimnastas. Las diagonales parabólicas del balón, la irreal facilidad para controlarlo, el despliegue físico, la capacidad para ocupar los espacios, el desempeño en pocos toques con el balón, la velocidad de circulación, la explosividad de los movimientos, la descarada ambición en los remates, el acierto general de cada jugador y el acoplamiento casi perfecto del grupo provocaron que al término del partido me levantase del sofá a aplaudir aquel espectáculo.
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