Cuando Gabriel García Márquez
recibió el premio Nobel de Literatura yo contaba con apenas nueve años.
Era 1982 y España estaba completamente volcada con el mundial de fútbol
que se celebraría ese año en nuestro país. Naranjito adornaba todo lo
que rodeaba a los jóvenes, desde nuestras libretas del colegio, los
vasos de cristal y hasta las toallas de la playa. Por aquellos días yo
debía respirar una absoluta felicidad de juventud. Pero lo que yo
recuerdo de aquel premio y de aquel hombre era que mi madre dijo que
había leído algunos libros de él. Aquello me llamó la atención. Recuerdo
haber mirado a mi madre con unos ojos distintos. Ahí estaba mi madre,
una ama de casa madre de tres hijos, leyendo los libros del autor que
luego ganaría el Premio Nobel. A mis nueve años asumir aquello fue
venerablemente aleccionador.
Mi madre fue la que me ofreció años más tarde leer Crónica de una muerte anunciada y después, una vez atrapado en la envolvente prosa del autor colombiano, tras aquel inicio, fueron llegando los otros. Ahora he leído Memoria de mis putas tristes, un libro que he acabado en tres tirones, pero que bien debiera haber leído en una sola tarde. Un libro que trata sobre el amor, el amor imposible descubierto a edad tardía. Un amor inesperadamente hallado, que versa sobre la compleja irresponsabilidad de los enamoramientos. Un libro que provoca la risa, la sonrisa melancólica y esperanzadora. Un libro que uno ha de soltar sobre el pecho para respirar quedamente unas cuantas veces antes de volver a continuar, y que contiene frases contundentemente inolvidables.
Al acabar el libro besé su portada. No digo más.
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