Hace unos meses, un buen sábado de rastro, me hice con un buen puñado de novelas de Georges Simenon. Ahora mismo no recuerdo, ni tengo ganas de buscar, si fueron cinco o seis, pero en cambio sí recuerdo que las pagué a cincuenta céntimos de euro cada una. A ese precio, evidentemente, me traje todas las que había. Están editadas en formato de bolsillo, lo que va muy bien con las novelas de Maigret, porque tienen ese toque callejero y de viejo sabueso que son perfectas para acompañarnos en cualquier sala de espera, en un rato en el parque o en un día de playa.
Ésta la he ido leyendo, sobre todo, durante los entrenamientos deportivos de mis hijos. Mientras ellos sudaban practicando deporte, yo, apoyado en un pilar junto a una grada, parapetado del sol, he ido avanzando en las inoportunas apariciones de un perro canelo, que tenía la capacidad de hacer acto de presencia allá donde se iba a cometer, o se había cometido, una evidencia criminal.
Maigret, el célebre comisario tranquilo creado por Simenon, encarna a ese detective pachón, impasible y casi inoperante que parece al margen de todo, porque permite que el trascurso de las circunstancias se vayan desarrollando sin intentar, aparentemente, intervenir para evitarlo, pero que sin embargo mantiene la mente despierta y atenta para actuar de manera diligente y atinada cuando es necesario.
Me encanta la naturaleza flemática del bueno de Maigret.
No hay comentarios:
Publicar un comentario