El sábado por la mañana desperté con el cuerpo algo entumecido y los ojos me lagrimeaban de manera anormal, pero no quise hacerme caso, no le di importancia. Salí a comprar el pan para el desayuno y sentí un temblor interior que achaqué a las cuatro gotas que estaban cayendo y al frío matinal. Un café caliente acompañado con el pan recién hecho parecieron mitigar cualquier desajuste de mi organismo.
Decidí salir a hacer la compra antes de que el supermercado se abarrotase, como suele ocurrir todos los sábados. Al regresar coloqué la compra realizada en su lugar, y mientras mi mujer limpiaba la casa, hice las tres camas. Poco después vino mi padre a acompañarnos en el almuerzo. De primero una crema de calabacín y de segundo fritura malagueña, regada con una buena cerveza. Para chuparse los dedos. Yo pasé del postre.
Recogí unas pocas cosas de la mesa y me hundí en el sofá, de repente me sentía aletargado y soñoliento. En pocos minutos comencé a sentir escalofríos que titiritaban hasta el último rincón de mi ser. Me sentí mareado y cuando tragaba un punzante dolor me atravesaba toda la garganta. No pude más que acostarme y caer derrotado. El termómetro marcó 39 grados. Las siguientes 36 horas -que se dicen pronto- las pasé en la cama, alternando un frío polar siberiano y un sofocante calor de sauna finlandesa. Cada una de mis articulaciones sufrían de un anquilosamiento ardoroso y la cabeza parecía estar rellena de plomo. Ni ganas de leer tenía. Hasta la luz me molestaba. Tragar cualquier cosa era un suplicio infinito.
Ahora, aun lejos de estar bien, comienzo a tener ganas de leer.
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