El viernes acudí al dentista porque últimamente me sangran las encías más de la cuenta cuando me cepillo los dientes, y como mi santa también quería hacerse una limpieza pues decidí acompañarla y ya de camino pues eso, que me echaran un vistazo.
El tiempo vuela es una de las frases hechas más utilizadas y manoseadas de la lengua mundial, pero si es así es por su amplia certeza. Cuando el dentista, al que llevo yendo casi toda la vida, revisó mi ficha, dijo que hacía doce años (sí han leído bien, ¡doce años!) que no habría la boca por allí. Al oírlo me costó creerlo, la verdad, doce años sin ningún problema ni revisión son muchos años. Es más, la última vez que fui -según me contaba- fue para una limpieza antes de mi boda. Ya ven que soy bastante dejado para esto de las revisiones anuales, pero sobre todo que tengo una dentadura -tocaremos madera- a prueba de caries.
Y escribo esto porque después de examinarme me dijo que no tenía ninguna caries, cero patatero, y que en todo caso lo que tenía era un principio, o algo así, de gingivitis, o periodontitis, comúnmente conocido como piorrea, que comenzó a tratarme en ese mismo momento. Así que salí de la consulta con media boca hecha (la dentadura inferior para ser exactos), y tras apoquinar lo correspondiente salí a la calle con media boca dormida.
Esa misma noche, después de cepillarme los dientes adecuadamente y enjuagarme con un líquido específico para mi tratamiento, me tumbé en la cama y abrí el libro de cuentos que estaba leyendo, un libro de Bolaño, Putas asesinas. Abrí el libro por el separador y me dispuse a leer el cuento que me tocaba, un cuento llamado Buba (muy bueno por cierto) y tras pasar la última página del cuento pude ver el título del siguiente: Dentista. Y como ya había tenido demasiado dentista por ese día, dejé el libro en la mesita de noche y apagué la luz.
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