miércoles, 19 de febrero de 2014

Mirando por la ventana

Estaba echando un vistazo sobre la mesa de novedades de mi librería habitual cuando tropecé con la novena entrega -sí, novena- de Caballo de Troya. No pude evitar exclamar: ¡Caballo de Troya Nueeeeve! Elevé el tono de voz inconscientemente más de lo que hubiera deseado y varios clientes tras escucharme volvieron la cabeza algo alarmados para mirar donde yo estaba, y Mónica, la dependienta, me contestó asintiendo y devolviendo la tranquilidad al lugar: sí, hijo sí, y no creo que sea la última.

Me alejé del libraco de J J Benitez como si fuera la misma peste, y asociando recuerdos me acordé de un aburridísimo teólogo que tuve en el instituto, un hombre nervioso, bajito y de mirada distraída que decía de sí mismo ser un hombre muy comprensivo y dialogador, pero que sin embargo -comprobé después- apenas escuchaba cuando yo le rebatía alguna de "sus verdades". Ese profesor, del que ahora mismo no recuerdo el nombre, paseaba por los abarrotados pasillos del instituto con la tercera parte del que sin duda es ya la definitiva historia interminable de la literatura nacional. Desde entonces tengo una grima justificada a esta larguísima saga.

Todavía recuerdo nítidamente su cara cuando nos contaba cómo Jesucristo convirtió el agua en vino y yo le pregunté que por qué hizo aquello, si es que era un borrachín. También recuerdo que yo le echaba la clase encima cada vez que afirmaba: esto es historia, está escrito. ¡Cómo puede estar científicamente comprobado que Jesús caminó por las aguas, o que los mares se abrieron! ¿Lo grabaron en vídeo? Una vez me preguntó si yo era tonto, y yo le dije que no, y seguidamente le pregunté: ¿Y usted es tonto? Afirmó que toda la clase estaba viendo como le estaba insultando, a lo que yo le contesté, ¿en serio? ¿y usted a mí no? ¿Cómo era aquello de tirar la primera piedra?

En el primer trimestre me suspendió (unos de los pocos suspensos de mi vida) a pesar de tener una buena nota. Lo justificó diciendo que la nota hacía media con mi comportamiento. En el siguiente trimestre no abrí la boca. Me pasaba toda la clase distraído mirando por la ventana. La naturaleza de las chicas del recreo tenía más que enseñarme que aquel hombre. Pero él se pasaba las clases pidiendo mi opinión, preguntándome cosas, intentando que me involucrara. Yo contestaba monosilábicamente cada pregunta suya, como casi todos los demás. Las clases se convirtieron en un aburrimiento absoluto para todos. Un plomazo, y él lo sabía.

Días después me paró por el pasillo y me preguntó que por qué actuaba de aquella manera. Le dije que simplemente intentaba tener un comportamiento adecuado. Dijo que eso no era tener un comportamiento adecuado. Le dije que era el mismo que tenían todos los demás compañeros en clase y que al hacer la media con la nota no les iba tan mal como a mí. Me dijo que no me pasara de listillo o algo así, y que volviese a mi comportamiento habitual. Le dije que me seguiría comportando de aquella manera porque no quería que mi nota se resintiese en el siguiente trimestre, pero me prometió que no se resentiría y lo cumplió, pero no sé si se arrepintió de decirme aquello cuando poco después, en una de nuestras clases de religión, le pregunté si no estaba escrito en algún sitio que Jesucristo tuviera un hijo por algún sitio (algo muy posible teniendo en cuenta que pasaba tanto tiempo junto a una mujer de moral distraída como María Magdalena y en aquella época no existían -que yo supiese- los actuales métodos anticonceptivos). También recuerdo haberle dicho que no entendía cómo la Virgen María era virgen si estaba casada con un carpintero. Estaba claro que algo no funcionaba bien en aquel matrimonio. Él me pedía, al borde de un ataque de cólera, que yo escuchara y comprendiera y yo sólo le pedía que también aplicara algo de lógica a la hora de comprender lo que escuchaba de mí. Yo sólo ponía en duda y me hacía preguntas. Desde luego no nos poníamos de acuerdo. Yo me divertía y él enfurecía.

Ahora con el paso de los años he comprendido que quizás mi curiosidad hacia sus respuestas era mayor que sus ganas por contestarme, al menos delante del resto de la clase, y que tal vez con un café de por medio y los dos a solas en una cafetería podríamos haber perdido el tiempo hasta que todo se redujese a la misma palabra: fe. Y es que hay quien no comprende que la fe no la venden en los puestos del mercado, y que es un don, o una habilidad o un misterio, o el final de un callejón sin salida o una gran mentira. Que cada cual elija la puerta que crea que deba abrir.

Con aquel hombre comprendí que no todo el mundo es capaz de mantener una conversación intentando comprender la manera de pensar del otro, sino que pasan todo el rato en el que tú estás hablando pensando en cómo contestarte para hacerte ver que ellos llevan la razón. ¡Como si fuese siempre posible!


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