Amo esos primeros días en los que se intuye el verano. Esos días que inauguran felizmente las terrazas y en los que la principal elección del vestuario de las señoritas son las faldas cortas y las camisetas sin mangas, con amplios escotes, cuando la piel, aún pálida y sin broncear, acentúa el rojo de los labios.
Todo muestra un leve y dulce embellecimiento. Sobreviene en el ambiente una promesa de bienvenida, como un compromiso vago y sutil de ánimo reverdecido. Los pájaros, contagiados, revolotean excitados sobre nuestras cabezas, de rama en rama, adornando de gracia y musicalidad las calles. Son días de expectativas, que anuncian la llegada de las vacaciones, ese tiempo anhelado en los que la vida se manifiesta más intensamente. Días de vida en familia, de vida completa y llena.
En esos días, de repente, las calles se llenan de gentes, como un río que vuelve a llevar agua después de las primeras lluvias, las conversaciones de despedidas abandonan su futilidad, las sonrisas en las caras parecen más amplias y más ciertas, y dan paso a los tiernos besos de los enamorados, alargándolos como siluetas en un anaranjado y luminoso atardecer.
Por eso me gustan estos días. No sólo porque auguran el verano en su insistente ciclo de la vida, sino porque transmiten una esperanza, un estallido de luz, una certeza, un clamor natural, real, de que la vida es el regalo diario y que estos días son su mejor oferta.
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