Llevo algo más de un par de semanas paseando por Nueva York. Bueno, en realidad, el que paseaba, y bastante más que un par de semanas, era Antonio Muñoz Molina, pero yo, como una sombra, le he ido siguiendo los pasos. He perseguido, en las páginas de su libro Ventanas de Manhattan, sus visitas a las bibliotecas o a las librerías de viejo, así como sus largas caminatas junto al río Hudson, y he disfrutado también de su tierna y complacida mirada sobre el reverdecer de los árboles o como su entrenada mirada crítica enfocaba en el detalle que le había pasado desapercibido en un cuadro muchas veces contemplado con anterioridad. También me ha ido introduciendo, noche tras noche, en un submundo musical jazzístico que yo desconocía, o por lo menos, en el que no me había introducido tan vívidamente. Me presentó algunos de sus amigos y me mostró las mejores vistas desde las elevadas viviendas de estos en el alto Manhattan.
En más de una ocasión, cuando caminaba distraídamente hacia cualquier sitio, confieso que eché mano al bolsillo y me quedé con las ganas de echar una moneda, como él hizo, a algunos de los artistas callejeros que tanto empeño muestran en hacer bien lo que hacen y, en cambio, tan invisibles parecen para el resto de los transeúntes, aunque tal vez no tanto como los andrajosos indigentes que hacen suyas algunas esquinas de la ciudad donde se parapetan de la extrema crudeza del invierno neoyorquino.
En más de una ocasión, cuando caminaba distraídamente hacia cualquier sitio, confieso que eché mano al bolsillo y me quedé con las ganas de echar una moneda, como él hizo, a algunos de los artistas callejeros que tanto empeño muestran en hacer bien lo que hacen y, en cambio, tan invisibles parecen para el resto de los transeúntes, aunque tal vez no tanto como los andrajosos indigentes que hacen suyas algunas esquinas de la ciudad donde se parapetan de la extrema crudeza del invierno neoyorquino.
Muñoz Molina me ha servido de cicerone en los distintos barrios de la ciudad, señalándome sus dispares diferencias, pero también sus múltiples similitudes. Le escuché contarme con estupor, cómo algo tan sólido como las Torres Gemelas, el World Trade Center neoyorquino, símbolo de la vertiginosa ascensión americana, pasó a ser humo y cenizas en una abrir y cerrar de ojos, y de cómo aquel dramático acontecimiento, compungió las noches de millones de personas incluso mucho más allá de sus fronteras.
Pero de todos su capítulos, los que más me complacían, eran aquellos en los que me hablaba de arte, del arte vivido al natural, de primera mano, cuando dialogaba sobre arte, su arte, directamente con los creadores, en sus estudios y lugares de trabajo, y allí, rodeado completamente del fondo de la creación artística, analizaba o interpretaba, bajo qué complicados y enlazados procesos, algo tan despojado de virtud artística como puede ser un tubo de escape, o trozos de una escaleras de incendios, termina en el mismo corazón de una obra de arte.
Después de leer el libro sé que si alguna vez tengo la suerte de visitar Nueva York, no visitaré la misma Nueva York que he leído en las páginas de este libro, pero estoy seguro de que después de leerlo mi visión de Nueva York estará de alguna manera afectada por los días que Muñoz Molina paseó por sus aceras.
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