Últimamente la vida se ha puesto a darme lecciones, a enseñarme. Se ve que cree que me hacían falta unas cuantas cosas por aprender y ha decidido darme clases particulares intensivas, y la verdad, enseñar enseña, pero gasta unas maneras demasiado bruscas para mi gusto.
Algo de culpa es mía, soy consciente, porque los que me enseñan cada día a través de ella son mis niños, de los que, aunque parezca mentira, uno aprende a diario. Ellos -se supone- son una causa directa de mis voluntades y por eso no puedo lavarme las manos con alivio. En cuanto al resto de lecciones, amigos míos, me siento absoluta y completamente irresponsable. Si acaso, en algunas circunstancias, me achaco falta de reacción e incluso debido a ello algo de desgana, pero poco más.
Hoy se casa mi padre, ¿quién me lo iba a decir? Esta frase hace dos años era un absoluto absurdo. Ni se me pasaba por la cabeza, ni a mí ni a nadie, pero la vida, como ya he dicho, se ha dedicado caprichosamente a revolotearnos la vida a algunos, sin avisar ni dar tiempo para prepararse, si es que hubiese alguna forma efectiva de prepararse. Por eso ayer, cuando escuché esa manoseada y cansina frase de que nada es imposible, me acordé de esto que les cuento.
Ando molesto y preocupado ante el desconocimiento de cuál será su próxima lección, aunque, sinceramente, desearía que me dejara un largo tiempo de vacaciones.
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