En menos de una semana, un par de conocidos, me contaron, de manera separada, lo bien que lo habían pasado en Lisboa, y me retrotrajeron a aquellos días que yo caminé junto a mi santa por las adoquinadas calles lisboetas, entregándonos a la libertina suavidad de su brisa y al frescor de sus terrazas con una buena cerveza en los labios. Me consumió una terrible saudade portuguesa, y por si fuese poco, unos días antes se había disputado allí la final de la Champions, y todo contribuyó a que mi mente se volcara en aquellos recuerdos, agigantados por la maravillosa sensación de felicidad que allí me envolvió. Recordé mi lectura en Lisboa, aquel libro de Tabucchi en el que Pereira sostenía su historia, y los pasos de Pessoa, aquellos que yo imaginé realizar antes de mi visita a la capital portuguesa. Todos estos recuerdos fueron centrifugando mis neuronas y toda esa tempestad de recuerdos me llevaron a António Lobo Antunes, un autor portugués del que yo no había leído nada aún, y busqué un libro que recordé haber comprado hace tiempo y que debía andar varado por alguna de las estanterías de casa.
Lo encontré, y me sumergí inmediatamente en sus páginas buscando recorrer algunas calles portuguesas que calmaran aquella desdichada melancolía. Los renglones de aquel libro, que reunían diecisiete breves relatos, comenzaron a las puertas de una confitería y me llevaron a dormitorios calurosamente encalados, con techos pálidos y resquebrajados, y a viejos gimnasios donde los guantes de boxeo aún amortiguaban golpes, alguna carretera y unas cuantas historias en cocinas y restaurantes que no he visitado más que en sus páginas, pero que puedo sentir como si alguna vez, en uno de ellos, disfrutara de un buen bacalhau dourado.
No necesité abrir los ojos para comprobar que nada de aquella irrealidad era cierta, y sin embargo, al acabar la última página del libro, sentí unas enormes ganas de chuparme los dedos, y no había ninguna servilleta en la que limpiarme. Al menos -sonreí- me fui sin pagar la cuenta.
No necesité abrir los ojos para comprobar que nada de aquella irrealidad era cierta, y sin embargo, al acabar la última página del libro, sentí unas enormes ganas de chuparme los dedos, y no había ninguna servilleta en la que limpiarme. Al menos -sonreí- me fui sin pagar la cuenta.
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