
Este pasado fin de semana, rodamos doscientos y pocos kilómetros de carretera y trocamos nuestra costa Mediterránea por la costa chiclanera. Canjeamos mar Mediterráneo por océano Atlántico y hundimos nuestros pies en su orilla y mojamos nuestros tobillos en sus aguas, frente a un cielo apaisado de intensa belleza azul. No era para nosotros, ni mucho menos, una experiencia nueva, al contrario, fue repetir experiencias de años anteriores, una especie de cíclica felicidad.
Al segundo día, mientras paseaba por la orilla de la playa con mis hijos cogidos de las manos, oyendo el constante y salado romper de las olas, les contaba que la felicidad está escondida en nosotros y que es un sentimiento frágil, que viene y va, y que a veces hay que tener cierto instinto marinero para saber agarrar el catalejo en el momento y lugar adecuado y dirigir nuestra mirada a través de su círculo de luz y saber enfocar nuestro encuentro con la felicidad. Les conté que tal vez en aquel atlántico paseo, alguien, quizás un pirata, con su parche en el ojo y su garfio en el brazo, desde lo más alto del palo mayor de su galeón, bajo la bandera negra pirata, nos estaría mirando con su ojo bueno a través de su catalejo y desde allí, tal vez, comprendiese que nosotros, los tres, padre, hija e hijo, en ese preciso momento, vivíamos un verdadero y sencillo instante de felicidad.
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