Ya les anticipé hace un par de entradas que recientemente habíamos visitado la Alhambra. Resulta que Sofía, nuestra hija de siete años, está leyendo un libro de Agatha Mistery, en el cual la protagonista viaja a Granada y visita la Alhambra. La curiosidad que nuestra hija mostró por el palacio motivó nuestra intención de visitarla, así que aprovechando la excusa de llevar a Sofía a la Alhambra, nos apuntamos a disfrutar de un par de días en Granada.
Sacamos las entradas por Internet con bastante antelación y cuando llegó el día despertamos lo más temprano que pudimos y pusimos rumbo a Granada, con la única parada prevista para desayunar en una venta, y es que el café para terminar de despertar es algo imperdonable. En poco más de dos ratos -como quien dice- nos plantamos en la Alhambra, el monumento más visitado de España.
Nada más presentar la entrada y coger el pertinente plano orientativo en el pabellón de acceso, nos dirigimos a lo que es, en mi opinión, lo más impresionante de todo el conjunto palaciego: los Palacios Nazaríes, verdadero atractivo de la Alhambra.
El Palacio del Mexuar, el Palacio de Comares y el Palacio de los Leones, los tres en conjunto, forman lo que se conoce como los Palacios Nazaríes. La candorosa belleza de cada uno de los tres palacios viene envuelta por el rumor de sus fuentes y el fluir de sus acequias. En el precioso patio del Palacio de Comares se encuentra una de las fotografías más repetidas de la Alhambra. Los siete arcos reflejados en la lámina de agua, que se extiende como una alfombra en el centro del Patio de los Arrayanes, absorbe gran parte de las miradas que allí se encuentran.
El Patio de los Leones y la Sala de los Reyes, con su juego de luces y sombras, su perfecta armonía en las dimensiones, el mármol blanco de sus columnas traído desde Macael (Almería), con la fuente de los doce leones que da nombre al patio y la preciosista decoración, los mosaicos y los azulejos en las salas, así como la yesería completando de poemas clásicos árabes la decoración, debían ser, en su origen, una imagen inigualable, que probablemente aumentaría en encanto y misterio bajo la oscuridad de una noche nazarí alumbrada por el resplandor de lámparas de aceite.
Seguidamente visitamos la Alcazaba, la fortaleza militar del recinto, a la que entramos por la
Puerta del Vino, pasando por la
Plaza de los Aljibes, que da acceso a la Torre del Cubo -que curiosamente es semicircular- desde donde se puede contemplar el Albaicín y la entrada de Jaén. Después ascendimos a la Torre de la Vela desde donde están las vistas más impresionantes desde la Alhambra. Si además la visita se hace cuando la Sierra está nevada, entonces, la visión es incluso sobrecogedora.
Lo siguiente que visitamos fue el almohadillado
Palacio de Carlos V, ejemplo de barroco, de planta cuadrada y patio circular. En el palacio visitamos las tres exposiciones que encontramos: el
Museo de la Alhambra, donde había una gran número de piezas, utensilios, monedas y ejemplos en general de la cultura hispanomusulmana; el
Museo de Bellas Artes de Granada, en el que se mostraban lienzos de extraordinaria belleza, y por último, la
Sala de Exposiciones Temporales, que en estas fechas estaba dedicada al escultor
Juan Cristóbal, cuya obra resultó ser, de las tres exposiciones, la que más me gustó. Impresionante de verdad.
El conjunto completo de la Alhambra es auténticamente bello. El
simétrico y rectilíneo discurrir de las acequias, el contorno defensivo
en las siluetas de las murallas, las sorprendentes dimensiones de las
sucesivas entradas, así como el melancólico rojizo de la piedra,
provocan un sosiego que nos hacen soñar lo que podría suponer este
palacio hace más de quinientos años: el verdadero paraíso terrenal. Tener la suerte de poder disfrutar de uno de los palacios más
impresionantes que jamás se hayan construido es un verdadero orgullo de
la civilización.
Los pies y el cansancio comenzaron a hacer mella en los niños, y decidimos pasear por los jardines y finalizar nuestra visita por esta vez, porque además el tiempo se nos había echado encima y se nos pasó el límite horario para el cual tendríamos acceso al Generalife. Otra vez será, quizás no es tan mala idea dejarse algo por ver para así repetir en otra ocasión.
Junto al coche repusimos fuerzas devorando unos bocadillos de tortilla de patatas que Pepi había preparado la noche anterior. Cuando el hambre se apoya sobre las excelencias culinarias, entonces el deleite no tiene parangón.
El día continuó, y esa misma tarde visitamos la Catedral y la Real Capilla de Granada, donde se encuentra la Cripta y el Museo de los Reyes Católicos, que tan importantes fueron para esta piel de toro que es España. Subimos hasta la privilegiada vista que ofrece el Mirador de San Nicolás para ver atardecer sobre la Alhambra, una de las más perseguidas postales que hay en Granada. Aquel idílico paraje nos sirvió de descanso después de haber ascendido por el Paseo de los Tristes, y tras contemplar anonadados el absurdo riesgo que asumen algunas personas para hacerse una foto, bajamos cogiendo un autobús que nos devolviera al centro, donde tapeamos como Dios manda desde que Isabel y Fernando expulsaron a Boabdil, para después dormir a pierna suelta y descansar en el hotel, porque al día siguiente, después de tomar café con churros y visitar unas plazas y unas calles de afamado prestigio, volvimos para casa, pues mi pie izquierdo se resintió de tanto adoquinado irregular y pidió un descanso que quizás no merecía pero que nuestra prudencia concedió.
De vuelta a casa, mientras los pequeños descansaban atrapados en un tibio sueño en los asientos traseros del coche, fui entremezclando en mi cabeza un poco de nuestra historia y nuestra cultura, intentando reconocer nuestros orígenes y el impreciso sentido de nuestro presente, comprendiendo cuánto de nosotros es de ellos y cuánto de aquello está reflejado en nuestro vivir. Dándome cuenta de que puede que Boabdil se marchara llorando pero dejó mucho de su cultura en nuestra sangre. Esta Granada, bien pensado, es una enraizada muestra de ello.