Bajé al trastero para buscar un diccionario ilustrado que mi hija necesitaba para el colegio y que supuse que debía estar por allí perdido entre las muchas cajas en las que tengo almacenados los libros leídos antes de venir a vivir al piso en el que ahora vivo. Una tras otra abrí las cajas en busca del diccionario y no lo encontraba, sin embargo tropecé con un buen número de libros olvidados. Libros que olvidaba haber leído, que ni recordaba haber tenido entre mis manos, pero también había otros con los que mis ojos brillaron, en los que mis manos se detuvieron, portadas que adornaron durante años las estanterías de mi juventud. Los sostuve entre mis manos, como si pesara sus recuerdos. Entre sus páginas encontré separadores envueltos de pasado: unas entradas de teatro, una postal, cupones de la ONCE, separadores de bibliotecas que ya no existen y fueron sustituidas por entidades bancarias, pero especialmente alguna que otra tierna dedicatoria.
Al final no encontré el diccionario en el trastero pero sí entre las esquinas de mi piso. Desde el trastero sin embargo subí un par de libros de esos que han marcado la memoria de aquellos días de mi juventud. Libros que educaron más que muchos profesores, libros que en gran parte me hicieron el que soy, para bien o para mal, que alimentaron sobradamente la curiosidad de mis días y regaron mi ansiosa imaginación. Fueron el fértil germen de lo que soy.
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