Volver de un viaje y aterrizar lleva mucho más tiempo del que ocupa literalmente. Varios días más tarde aún arrastramos el dolor de pies y hasta los efectos del jetlag; todavía están las maletas por colocar en el último hueco del altillo del armario, y quedan por guardar en los cajones ropa usada en el viaje una vez lavada y planchada.
Una semana más tarde todavía quedan restos del viaje: un bombón de la caja que se trajo acompañando el café de la tarde, un ticket en la cartera de aquella cena en aquel restaurante, un mapa del museo que se visitó olvidado en el bolsillo de un chaquetón, el libro que se comenzó en el avión de ida y que aún está junto a la mesa de noche, cuyo separador de páginas es el billete de embarque.
Los viajes no acaban cuando uno vuelve, siguen acompañándonos. El eco de los recuerdos depende en gran medida de lo vivido en él.
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