sábado, 21 de diciembre de 2013

Colonia - Münster

Aún siendo nuestra penúltima jornada, habíamos acumulado mi santa y yo tantas ganas por viajar y conocer nuevas ciudades que llegado el momento no quisimos desperdiciar ni un solo minuto y bajamos al buffet de nuestro hotel en Colonia cuando aún estaba amaneciendo. Queríamos exprimir nuestra estancia en la ciudad al máximo. Con ese primer café de la mañana verdaderamente terminamos de despertar.

Era lunes y Colonia comenzaba a calentar motores para una larga semana prenavideña. A través de la amplia cristalera del salón habilitado para el desayuno se veía la Catedral. El cielo esparcía una blanca claridad sobre ella y habían comenzado a apagarse la mayoría de las farolas. En la acera el viento empujaba arremolinadamente los escasos restos que aún quedaban por recoger de la noche anterior, mientras los empleados municipales aún estaban limpiando las calles. Las noticias de la prensa acababan de llegar a las oficinas para inaugurar las conversaciones y muchos empleados trajeados se dirigían diligentes hacia sus lugares de trabajo. Muchos de ellos caminaban con un café calentándoles las manos, otros en cambio consultaban el móvil mientras lo sostenían con sus manos desnudas al frío matutino.

Nuestros primeros pasos del día nos llevaron hacia la Catedral, la Kölner Dom, el monumento más visitado de Alemania, más de seiscientos años de construcción y durante muchos siglos el edificio más alto del planeta. Ostenta varios records de esos que quedan muy bien en las guías: que si la campana más grande, que si la aguja más alta, que si el mejor ejemplo del gótico y por supuesto, todo adornado con el seductor sello de la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.

La Catedral de Colonia merece, pues, una visita concienzuda y meticulosa, a ser posible con visita guiada, pero no la había en castellano en un horario se ajustase a nuestras necesidades, así que decidimos hacer la visita por nuestra cuenta con la ayuda de un pequeño tríptico que pagabas al entrar si eras honrado. Existía además la posibilidad de subir a una de las torres, quinientos y pico escalones mediante, pero también la  desestimamos porque los dos le tenemos bastante estima a nuestros gemelos y glúteos. Además nos robaría un tiempo del que no disponíamos.

Visitamos la catedral siguiendo el itinerario recomendado en el folleto, párrafo a párrafo, capilla a capilla, vidriera tras vidriera, contemplando sus imágenes, sus mosaicos, sus tumbas, sus esculturas y sus altares, el coro y especialmente el rico relicario de los tres Reyes Magos, obra magnífica en oro y principal atractivo de la Catedral, exceptuándola a ella en sí misma, claro.

Salimos de la Catedral casi una hora después por la puerta que da hacia la estación de tren Hauptbahnhof, en la Bahnhofvorplatz y cruzamos la plaza hacia Hohestrasse y giramos a la derecha en Schildergasse, una de las arterias comerciales principales de la ciudad y donde está el famoso centro comercial Kaufhof y el Weltstadthaus, el fabuloso edificio acristalado diseñado por el arquitecto italiano Renzo Piano.

 Continuamos hasta llegar al Neumarkt, donde había otro mercado navideño por el que curioseamos y desde donde contemplamos la Iglesia de St Aposteln. Dimos la vuelta y bajamos por Cäcilien Strasse, paralelos al metro y rodeados de iglesias y de edificios de aparcamientos.

Junto a St María im Kapitol, desde donde se veía el inmenso Hotel Maritim, giramos hacia la izquierda, pasando por delante del Hard Rock Café, por Quartermarkt, junto a las ruinas de la iglesia de St Alban. Desembocamos junto al Museo Wallraf-Richatz que tan buen eco en la memoria nos dejó la tarde anterior y nos detuvimos frente a la Farina Haus, en la misma plaza del Ayuntamiento, que es el primer sitio del mundo donde se elaboró la fragancia conocida como Agua de Colonia, tan extendida por todo el globo. 

La plaza del Ayuntamiento estaba en esos momentos en obras, pero se respetaba la espléndida vista hacia la fachada renacentista y su torre gótica. Un buen momento para descansar.

Rodeando la torre llegamos hasta el mercado navideño en Alter Markt, que es quizás el más bonito de todos los que habíamos visto hasta el momento, que además estaba separado apenas cincuenta metros del mercado navideño instalado en Heumarkt, tan bonito como el anterior, pero al que no acompañaba tanto el entorno. Todo era precioso y encantador.

Por Mülengasse bajamos hasta encontrar el caudaloso Rhein -Rin-, a la altura de las originales fachadas coloreadas de los edificios y  la poderosa  Groß Sankt Martin presidiendo majestuosamente la vista. Aunque está totalmente resconstruida después de la II guerra Mundial, la han realizado idéntica a la anterior. Una de las más atractivas estampas de la ciudad alemana.

Desde aquí también se puede disfrutar de una esplendida vista del Hohenzollern Brücke, famoso puente de acero que une el centro de Colonia con el resto del Europa. El puente ferroviario más utilizado de Alemania. 

Junto a estas formidables panorámicas nos fuimos despidiendo de Colonia. Nos acercamos al hotel, recogimos las maletas y salimos hacia el parking donde habíamos dejando el coche el día anterior, pero antes de darle la espalda a la Catedral nos detuvimos para disfrutar de una última vista de su doble silueta. Adiós Catedral de Colonia, absoluto faro de la ciudad,  auf wiedersehen
 
Nos acoplamos de nuevo en el coche y arrancamos en dirección a Münster. Por delante aún nos quedaban ciento cincuenta kilómetros, que para ser sinceros se nos hicieron largos ya que sufrimos varias caravanas de vehículos. Alemania es un país extenso, situado casi en el mismo epicentro de Europa y por sus carreteras pasan infinidad de trailers transportando todo tipo de mercancías. Además Colonia es famosa dentro del país germano por tener unos de los accesos más enrevesados y unas de las ciudades con el tráfico más caótico. Doy fe.

Llegamos a Münster sobre las tres de la tarde y aún quedaba tiempo antes de que anocheciera, pero no mucho, no estábamos para perder el tiempo. de manera que tan proto como aparcamos y nos dieron la llave de la habitación, soltamos el equipaje, nos abrigamos un poco para el frío y nos arrojamos a recorrer sus calles.

Münster es una ciudad pequeña de Westfalia, cerca de Dortmund, con un casco antiguo casi de cuento de hadas. Uno de esos lugares de ensueño que salen en las películas navideñas, donde cada rincón parece estar decorado para embellecer el conjunto. Las calles estaban abarrotadas de gentío alborotado, los escaparates de las tiendas competían en encanto los unos con los otros, y los olores de los mercadillos inundaban el ambiente dulcemente. El timbre de las bicicletas, que cruzaban disparadas desde casi cualquier sitio, aumentaba la sensación de irrealidad. El sentido navideño de lo que estábamos viviendo era verdaderamente contagioso y por un instante sentí unas ganas enorme de gritar Merry Christmas to everybody!, pero caí en la cuenta de que estaba en Alemania y allí se hablaba alemán y me retraje. Afortunadamente.

Paseamos por el anillo que rodea el centro histórico de la ciudad, donde cada fachada lucía orgullosa su iluminada hermosura, y contemplamos los frontones con sus características terminación en escalones, los amplios ventanales para aprovechar al máximo la escasa luz que dora sus calles, los portones robustos y sobrios de madera prieta y acostumbrada a ver helar las calles. Todo mostraba una sencillez tan distinta y natural a la que estoy acostumbrado que aun llamaba más la atención. La indudable diferencia que contemplábamos no encajaba con la invariable naturalidad de todas las personas que nos rodeaban, nadie parecía percatarse de la enorme belleza que les abrazaba. Caminaban ajenos y distraídos. Como ciegos en un palacio de cristal. No era posible. ¿Es que acaso nosotros éramos los únicos capaces de apreciar la sublime belleza que nos rodeaba? ¿Eran todos los que pasaban junto a nosotros estéticamente necios? ¿Habrían sido bautizados por una especie de maldición sensorial? ¿No estarían capacitados? Enseguida caímos en la cuenta de que en realidad nosotros éramos los únicos que no habíamos visto nunca antes algo así, éramos los únicos que estrenábamos decorado, éramos los únicos que no estábamos vacunados por la cotidiana indiferencia de lo mil veces contemplado. Lo que para nosotros era una utópica visión para ellos era el diario aspecto de cada jornada. Lo inamovible en el recorrido de sus días. Ese sentido de lo excepcional avivó aun más el fuego de nuestra ilusión.

Nos detuvimos a picar algo en uno de los cinco mercados navideños que encontramos por nuestro camino. Era el Giebelhüskesmarkt, en la Überweisserkirchplazt. Comimos una especie de merluza rebozada en una masa parecida a la de los fish & chips británicos, acompañada de un cartucho de patatas fritas al estilo belga con mayonesa.  Nada más terminar de tomar el último bocado volvimos por un hermoso y pequeño puente sobre un canal, hacia la Picassoplatz, a través de la plaza de la Catedral -Domplatz-,  donde visitamos el Museo monográfico a Picasso que hay en  Münster.

El Kunstmuseum Pablo Picasso no era especialmente amplio, ni especialmente bello, pero en conjunto fue una visita acertada. Faltaban bastantes obras que pertenecen al museo porque estaban de préstamo en Niza, pero a cambio, en el museo de Münster se encontraban  un buen número de obras de Matisse, prestadas por el Museo de Niza.

Salimos del museo prácticamente los últimos, orgullosos de que un malagueño tuviese un nombre de una plaza y un museo individual en aquella ciudad. Era uno de esos momentos en los que uno está deseoso de que alguien le pregunte de dónde es para contestarle que del mismo sitio que Picasso, de Málaga, pero no se dio el caso. Ains...

Ya había anochecido cuando salimos y temimos salir y no encontrar a nadie por las calles, pero nos llevamos una estupenda sorpresa cuando comprobamos que no sólo las calles estaban abarrotadas, sino que además había multitud de personas por todas partes. Las tiendas estaban aún abiertas, y el gentío llenaba cada taberna y cada plaza. Pepi tenía los pies machacadísimos y prefería sentarse para cenar esa noche, de manera que nos pusimos a pasear en busca de un lugar que nos entrara por los ojos. Finalmente dimos con una plaza animadísima, la Kiepenkerlplatz, donde en el centro había un mercado navideño, pero rodeándola había varios restaurantes a cual más bello. Tras un leve titubeo nos decidimos por el Restaurante Kleiner Keipenkerl, con una típica fachada de ladrillo, cruzada por vigas de maderas. El interior que pudimos ver a través del cristal esmerilado de la ventana parecía elegante y los platos bien servidos. No podíamos pensarlo mucho porque se iba haciendo tarde y estábamos derrotados. Nos decidimos por ese, pero al entrar un maître nos atendió en la puerta y nos dijo que sin reserva no era posible esa noche, que estaban completo. ¡Un lunes! De manera que volvimos a la plaza y preguntamos en el otro que estaba justo al lado que también tenía buena pinta. Nunca hay mal que por bien no venga, pensé. El siguiente también estaba lleno. Ni una mesa libre y no sería posible ni siquiera esperando en la barra. Empezamos a sospechar que tendríamos que volver a cenar de pie en un mercado navideño.  Salimos de la plaza y rodeamos la manzana y en un lateral de la calle vimos unas ventanas con las luces encendidas y junto a las ventanas varias parejas cenando. Nos acercamos disimuladamente para mirar el interior y tenía muy buena pinta. Al lado había una puerta, pero no había ningún cartel, ni nada que indicara que era un restaurante, absolutamente nada. Una puerta modesta y nada más. Empujamos la puerta y entramos en el restaurante, la puerta estaba junto a la cocina, y era evidentemente una puerta de servicio, pero ya estábamos dentro, había varios pequeños salones en el restaurante, todo muy laberíntico y bien decorado. El ambiente bullicioso animaba a sonreír y a la alegría, los camareros pasaban con bandejas llenas de jarras de cervezas, y el olor a carne bien guisada era cautivador. ¡Aquí me quedo yo! -deseé-. Paseamos de salón en salón buscando una mesa, y justo en ese momento una pareja se levantó. Nuestra oportunidad. Un camarero que nos vio y comprendió la situación, en seguida nos indicó donde colgar las bufandas y los chaquetones y le facilitó el asiento a mi señora. ¡Habíamos triunfado! Todavía pasaron unos minutos hasta que Pepi vio al primer metre, aquel que nos dijo que estaba todo lleno en el primer restaurante que fuimos, pasando por entre las mesas. El nombre del restaurante en letras doradas con la típica letra de imprenta alemana en la primera página de la carta, confirmó nuestras sospechas. Habíamos entrado en el restaurante que habíamos escogido primero por la puerta de servicio. ¡El que estaba completo! ¡Imposible sin reserva -dijo-!¡Vaya risas que nos echamos! Y lo mejor: ¡fue una cena estupenda!

Esa noche de vuelta al hotel confieso que el camino se me hizo ondulado. Varias cervezas que pedí en el restaurante tuvieron la culpa. Volvimos tras un largo y bonito paseo de vuelta al hotel. El viaje llegaba a su fin. A la mañana siguiente, después del desayuno y de un par de horas paseando por el centro, para ver las mismas calles con la luz del día, deberíamos salir hacia el aeropuerto que estaba situado a unos veinte kilómetros de allí. Un paseo.

Y así hicimos, al día siguiente regresamos al aeropuerto, devolvimos el coche que tan buen servicio nos había ofrecido y volamos de vuelta hacia nuestro hogar, donde habíamos dejado a los chiquitines que tanto echamos de menos.

Regresamos a casa satisfechos de haber aprovechado cada minuto de nuestro viaje y de haber cumplido prácticamente todos nuestros objetivos, todas las ilusiones que teníamos puestas en él. Orgullosos de haber hecho de una realidad un sueño.

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