viernes, 26 de septiembre de 2014

Pongan un gran árbol en su vida

Como todo hijo de barrio tengo vecinos, y entre ellos los tengo adosados, por encima y por abajo. Los hay que están por detrás y también justo por delante, al otro lado de la calle, pero a esos no los tengo muy en cuenta. Y no los tengo muy en cuenta porque aunque si salgo al balcón y los veo, casi que tengo que esforzarme para verlos, porque desde casa, ya sea sentado en el sofá, tumbado en la cama o delante de la pantalla, lo único que contemplo es un maravilloso árbol, imponente, grandioso, honorable. No sé que tipo de árbol es porque soy bastante ignorante en lo que a árboles se refiere. Cada vez que miro a la calle está ahí, y no puedo evitar detener la mirada ante su majestuosidad. Ahora lo apropiado sería colgarles una foto del árbol pero está oscureciendo y con la cámara que tengo, la foto no le haría justicia -quizás algún día les ponga la foto-.

Ese árbol, junto con mi santa, que fue la que le echó primero el ojo al piso, tienen la culpa de que estemos pagando una hipoteca asfixiante. El piso no es ni grande ni pequeño. Es justo, o más bien ajustado. No tiene largos pasillos porque no le cabe, no tiene amplios armarios porque se debieron caer en el portal. El balcón tampoco es muy estirado, más bien coqueto tirando a simple, y si bien sí cabe una mesita, no tendría mucho sentido porque no cabría una silla. Los baños son parcos y los dormitorios prietos. La cocina es punto y aparte, no diré que es reducida porque cabe ceñidamente todo lo que necesitamos, teniendo en cuenta que nuestras necesidades están normalmente a dieta. El salón es algo desahogado, pero lo tenemos tan denso que es difícil dar tres pasos sin tener que esquivar algún mueble. El piso en sí, bueno, digamos que tiene la altura suficiente.

Aun así, esta casa comprimida y densa, es mi hogar. Nuestro hogar. Y como decía pitufina: lo mejor de vivir en una seta es que siempre estaremos el uno cerca del otro. Y es que hay que ser positivos en cualquier circunstancia, o al menos, siempre que no esté la Guardia Civil cerca.

Pero les contaba -que se me va la olla-, que frente a las ventanas de casa tengo un árbol. Un gran árbol. Un árbol frondoso y altanero, aunque algo regordete, la verdad, pero no parece importarle y eso es porque lo tiene más fácil que yo, cada cierto tiempo llegan los jardineros del Ayuntamiento y le hacen un lifting y lo preparan para el veranito y lo dejan ligero y atlético.

Me gusta contemplarlo, me insufla tranquilidad, me sosiega. Desde la primera vez que lo vi, años hace, me enamoré de él. No diré que es lo mejor de casa porque tengo señora y chiquillos, pero sí les diré que desde mi balcón no se ve el mar, ni la montaña, ni la plaza principal ni secundaria de ninguna avenida, no, se ve el árbol presidiendo mis pupilas, y cada noche, mentalmente, cuando cierro las ventanas y le deseo buenas noches, él mueve sus ramas y me devuelve la despedida. Aún así, lo mejor son las mañanas, cuando a primera hora del día levanto la persiana y abro el balcón, ahí está, abrazando la tenue luz dorada matutina, dejando que los primeros rayos del día contorneen su figura, ofreciéndome él a mí lo buenos días, como un saludo recíproco de bienvenida al nuevo inicio. Diariamente me llena los pulmones de aire limpio y oxigenado, contagia mis sentidos con su esencia y vitalidad y, de alguna manera, me regala ese empujón positivo necesario para mirar la vida con una sonrisa en el alma. Sí, estoy muy orgulloso del árbol que adorna mis días.


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