Hay quien cuando camina por la calle se detiene a mirar los escaparates, o se para a escribir en el Whatsapp, o a hablar por teléfono, pero cuando yo paseo por la calle suelo estar en las nubes, y lo escribo literalmente, porque es así, tal cual, tengo tendencia a quedarme embobado mirando al cielo. No lo puedo resistir, lo hago inconscientemente, aunque tampoco es que lo pretenda evitar, al contrario, es algo de lo que estoy satisfecho, porque la contemplación de los cielos me ha proporcionado en multitud de ocasiones un placer inmenso.
Disfrutar de un cielo en calma, con unas esponjosas y voluminosas nubes, que poseen aspecto de inmensos castillos ligeros, volubles y constantes al mismo tiempo, irrepetibles con exactitud, es algo así como disfrutar de la posibilidad de contemplar un lienzo diario que abarque una paleta infinita de colores, y que si no estás atento es posible que fácilmente desperdicies un momento único.
Camine hacia donde yo camine, mi mirada se va distrayendo en contemplar los cielos, y cuando el cielo parece detenerse en ese instante mínimo en el que da la sensación de que las nubes se están gustando así mismas y que se desperezan al final de una jornada de trabajo y pronto van a ocultarse en la ciega rotundidad de la noche, en el oscuro final del día. En ese justo instante detengo mi paso e intento atrapar la mejor oferta diaria de trozo de cielo que los bloques de edificios, que estáticamente me rodean, me permiten captar. Saco mi iphone del bolsillo y hago una foto como ésta y compruebo como muchos conductores desde sus coches asoman la cabeza por la ventanilla intentando ver qué es lo que el tío ese de la acera está fotografiando. Y rápidamente vuelven sus cabezas hacia mí, con gesto interrogativo, como pidiendo explicaciones, sin comprender lo que está pasando, confundidos por su ignorancia o indisposición. Una lástima que no se enteren de que el cielo hoy les está diciendo adiós con un saludo ligero, inclinado y perezoso.
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