En los comienzos de la década de los setenta Sixto Rodríguez era uno esos muchos ciudadanos anónimos que vivían en los precarios suburbios de Detroit y que gastaban sus días trabajado en algunas de la fábricas de la industria del motor que hay en la ciudad. Había que ganarse el jornal.
Por las noches Rodríguez, después de la jornada de trabajo, salía cansinamente de su apartamento, con una guitarra echada a la espalda, soportando el frío de la calle calarle los huesos y se dirigía en transporte público hacia un local donde de vez en cuando le pagaban una miseria y un par de cervezas por tocar sus propios temas.
Un buen día un par de productores, que habían escuchado hablar de un hombre que tocaba sentado de espaldas al escenario en un tugurio de las afueras de Detroit, fueron a verlo. Comprobaron que escribía una letras increíblemente buenas. Rodríguez pensaba que sentado de espaldas los asistentes se concentrarían en escuchar las letras y la música con mayor detenimiento. Y así fue. Grabó un par de discos que no tuvieron éxito. Si no vendes, fracasas. Y sus noches de bolos en tugurios de mala muerte acabaron, como se apaga un cigarrillo abandonado en un cenicero. Una rotunda decepción.
Pero ocurrió lo que pocas veces ocurre, alguien con buen gusto musical compró el disco y voló a Sudáfrica con él en el equipaje, y aquel disco comenzó a copiarse y a extenderse como se extienden las plagas, y la repercusión fue tal que el gobierno Sudafricano decidió prohibirlo porque tocaba temas reivindicativos. La prohibición, como suele ocurrir la mayoría de las ocasiones, multiplicó las ventas. Un disco prohibido, ventas seguras. Vendió miles de discos, decenas de miles de discos, centenas de miles de discos. Un millón de discos. Las cadenas públicas tenía prohibido pincharlas pero sin embargo todo el mundo las cantaba.
Las letras de las canciones, lo explícito de sus ideas, todo encajó perfectamente en el momento que estaba viviendo Sudáfrica durante el apartheid. Por alguna razón que se desconoce, corrió el rumor de que aquel cantante se había suicidado en el escenario. Algunos sostenían que se había pegado un tiro durante un concierto, otros que se inmoló a lo bonzo, rumores de boca en boca que rápidamente se convierten en mitos.
Mientras, Rodríguez continuaba malviviendo en el mismo apartamento de suburbio de las afueras de la ciudad del motor, ajeno a su éxito en Sudáfrica. Nadie lo buscó, nadie pensó en entrevistarlo, ni en ofrecerle un concierto. ¿Quién iba a buscar a un muerto? El mito del genio atormentado e incomprendido con infeliz final que tantas veces había funcionado en la historia de la música. Se vendían discos como rosquillas en la Sudáfrica del apartheid, pero a Rodríguez no le llegó ni un céntimo, y lo más importante, no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo con sus discos al otro lado del mundo. El dinero de las ganancias de sus discos se disolvía en los despachos de la Motown, pero Rodríguez no tenía ni idea.
Un buen día un periodista decidió escribir un artículo sobre él, y comenzó a indagar, a investigar, a tirar de teléfonos, hasta que alguien le dijo que no había muerto. Alguien que dijo que había sido una pena que aquellos disco no vendieran, porque eran realmente buenos. ¿Que no vendieran? ¡Pero si es uno de los disco de mayor éxito de la historia de la música en Sudáfrica!
El periodista lo localizó y Rodríguez se enteró por teléfono. Pensó que era broma. No podía creerlo. Habían pasado más de veinte años desde que grabó aquellos discos hasta el momento en el que recibió aquella llamada.
Sixto, que lo llamaron así porque era el sexto hijo, voló a Sudáfrica y comprendió la dimensión de su éxito cuando firmó seis conciertos multitudinarios. El publicó asistió a los conciertos como si asistiese a una reencarnación. No podía creerlo. Estadios llenos, publicidad por las calles, alfombras rojas, hoteles de cinco estrellas, entrevistas en la radio, portadas de prensa. Un sueño hecho realidad de un día para otro.
En su primera noche de concierto sudafricano, con las luces apagadas, con la guitarra colgada al hombro, ante más de veinte mil personas, aquel hombre solitario que había quemado sus noches en tugurios asfixiados de humo de tabaco, que se había roto la espalda en oscuras fábricas de la periferia, estaba ahora de pie, frente a un público extasiado, incrédulo, Rodríguez embargado por la emoción, en esta ocasión decidió tocar de cara al público y disfrutar de su momento, y comprobó que todo el mundo cantaba las letras de sus canciones. No me digan que no debió ser emocionante.
De todo esto me enteré ayer en el documental Searching for Sugarman. Altamente recomendable.
Sugar Man - Rodríguez
I Wonder - Rodríguez
Trailer Searching for Sugar Man