jueves, 26 de septiembre de 2013

Los días discontinuos

La mayoría de las personas afirman que su estación preferida es el verano. Prefieren disfrutar de los días de relajada tranquilidad tumbados al sol, o de las amplias expectativas de los días estivales, o de la posibilidad de pasar más tiempo con la familia, por poner solamente unos pocos ejemplos. La minoría, según parece, esperan en cambio ansiosamente a que regrese el invierno. Prefieren la abrigada nostalgia de los días nublados, o advertir la envolvente lluvia desde el recogimiento interior de una vivienda, así como la próxima familiaridad de la navidad. Es sólo una cuestión de gustos.

Cada cual tiene sus razones -razonables o no-, pero yo, para llevar la contraria, como suele ser habitual en mí, no soy ni de lo uno ni de lo otro, o quizás debería decir que soy de las dos al mismo tiempo, porque yo me siento hombre de entretiempo. Me encanta la luminosidad de los días de verano y la disponibilidad que ofrece el clima abierto y soleado, así como de la multitud de opciones que se ofrecen apresadas en cada día, pero también soy consciente de que el invierno encierra un encanto particular de olores y sensaciones: el olor de la tierra mojada, el cielo nublado y tembloroso a punto de descargar, los intensos sabores de los guisos o la posibilidad de leer plácidamente en el sofá con la indecisa claridad de una tarde de invierno. Por eso, cuando llega el entretiempo y sé que voy a tener días salpicados de un poco de todo, me siento como un niño con zapatos nuevos.

Cuando a primera hora de la mañana de un día de entretiempo, donde sobrevuela la incierta sospecha de que el invierno está ya encima, pero sin embargo al mediodía, inesperadamente, el clima se suaviza y se apacigua, y el entusiasmo abierto de los días calurosos vuelve a resurgir, y entonces se vuelve a disfrutar de los últimos coletazos del verano, que solamente alcanzan hasta el anochecer, porque la simetría de los días termina por devolver esa refrescante oscuridad temprana que adornan los días invernales, entonces, disfruto plenamente del ciclo de la vida, del ir y venir de los días, de las dos caras de la misma moneda.

Esta variedad de sensaciones en un mismo día es como un regalo discontinuo, como una bendición repentina de riqueza súbita. Es la posibilidad más amplia y variada que un día puede ofrecer. Es como un presente de la naturaleza para agradar a todos. Algo así como la justicia incompleta de contentar a todos o la demagogia traviesa de no dejar contentos a nadie. Esos días inconstantes y volubles son la gratificación imprevista que se nos regala y yo siempre he sido muy receptivo a los regalos. Como es natural.


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