Ayer por la mañana estuve en la consulta del médico (algo rutinario, no se preocupen) y como suelo hacer cuando sé que voy a pasar un tiempo en una sala de espera, me llevé un libro para entretener la espera. Así que entré en la sala y le dije a la enfermera que ya estaba allí, a pesar de que aún quedaban más de diez minutos para que llegara mi hora, a lo que me contestó que me sentara en la sala que ya me llamarían. Me acomodé lo mejor que pude en uno de esos asientos tan asépticos e insípidos que pueblan las salas de espera y abrí el libro por el separador de páginas. Una novela sobre robos de arte suprematista.
Pocos minutos después una amable y sonriente anciana se me acercó y me preguntó si estaba libre el asiento de al lado. Su expresión era agradable y simpática, tenía el pelo bien peinado aunque le parte de atrás estaba aún algo aplastada por la almohada. Llevaba los labios pintados y se podía apreciar en su sonrisa que no tenía buen pulso y que seguramente por eso el carmín se le había escapado del perfil de sus delgados labios. Me había hablado en castellano correctamente aunque con un muy acusado acento nórdico. Dudé si sería de ascendencia nórdica o centro europea, quizás alemana -pensé-, o quizás polaca. Le indiqué que el asiento estaba libre, que sí, que podía ocuparlo. Se sentó pero enseguida se levantó y fue a hablar con la enfermera, y mientras yo la observaba le encontré un enorme parecido con la poetisa Wisława Szymborska. Fue pensar en la posibilidad de que fuera polaca cuando me llegó la imagen. Evidentemente era un parecido porque la ganadora del premio Nobel falleció no hace mucho, pero la delicadeza de sus movimientos, la tranquilidad de su mirada, la humildad de sus gestos me dio a pensar que quizás esa mujer, con la edad que se le presuponía, habría sobrevivido al holocausto. Quizás no -pensé-, tal vez es norteamericana y vivió ajena a toda aquella barbarie. Mejor para ella.
Minutos después la enfermera me llamó y entré en la consulta. Al salir de mi consulta, en la sala de espera, aún estaba allí, distrayendo el tiempo observando sus anillos, pensando en vete a saber qué, quizás en las personas que se los regalaron. ¿Quién sabe? Volví a casa. Por el camino había parado a comprar el pan para el desayuno. Encendí el ordenador y leí este poema que ahora comparto.
Posibilidades
Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del Warta.
Prefiero Dickens a Dostoievski.
Prefiero que me guste la gente
a amar a la humanidad.
Prefiero tener a la mano hilo y aguja.
Prefiero no afirmar
que la razón es la culpable de todo.
Prefiero las excepciones.
Prefiero salir antes.
Prefiero hablar de otra cosa con los médicos.
Prefiero las viejas ilustraciones a rayas.
Prefiero lo ridículo de escribir poemas
a lo ridículo de no escribirlos.
Prefiero en el amor los aniversarios no exactos
que se celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas
que no me prometen nada.
Prefiero la bondad astuta que la demasiado crédula.
Prefiero la tierra vestida de civil.
Prefiero los países conquistados a los conquistadores.
Prefiero tener reservas.
Prefiero el infierno del caos al infierno del orden.
Prefiero los cuentos de Grimm a las primeras planas del periódico.
Prefiero las hojas sin flores a la flor sin hojas.
Prefiero los perros con la cola sin cortar.
Prefiero los ojos claros porque los tengo oscuros.
Prefiero los cajones.
Prefiero muchas cosas que aquí no he mencionado
a muchas otras tampoco mencionadas.
Prefiero el cero solo
al que hace cola en una cifra.
Prefiero el tiempo insectil al estelar.
Prefiero tocar madera.
Prefiero no preguntar cuánto me queda y cuándo.
Prefiero tomar en cuenta incluso la posibilidad
de que el ser tiene su razón.
De “Gente en el puente, ” 1986