jueves, 8 de agosto de 2013

No es lo mismo

Hay entre donde vivo y Marbella, tirando por la carretera de la costa, acceso a un buen puñado de pequeñas calas donde la arena de la playa no ocupa más de quince metros entre la orilla y la arboleda que hay en paralelo a la orilla de la playa. Algunas son más anchas, otras más estrechas, algunas más largas y otras más cortas, pero en general son estrechas y cortas, donde apenas cabe una línea donde colocar la toalla y la sombrilla y, en mi caso, también la silla de la playa. Esto provoca que la densidad de personas sobre la arena de la playa sea alta, pero por la misma razón, bañándose, suele haber pocas personas, lo que es una gran ventaja para los que vamos a la playa con un par de microbios. Uno se sienta en la silla de la playa, bajo la escueta sombra de la sombrilla, y puede introducirse en la lectura de un libro y, al mismo tiempo, con el rabillo del ojo, distinguir el color del bañador del pequeñajo mientras está jugueteando en la pequeña zona de la orilla donde rompen las olas.

La arena por estas playas es en realidad más parecida a la de la costa de Cádiz que a la de la propia Málaga, más blanquecina y fina, y hay una amplia zona donde el agua apenas cubre hasta la rodilla, de manera que los pequeños pueden recorrer grandes superficies donde el agua les cubre poco. En definitiva es una playa donde puedo estar más tranquilo cuando voy con los niños, porque cubre poco y porque hay menos aglomeración de personas en la orilla, y a ellos, además, les gusta más.

El asunto es que ayer fuimos, y ocupamos nuestra porción de playa, y colocamos la sombrilla, y las toallas y las sillas -la mía además es reclinable y bastante cómoda-,y los niños, a su vez, esparcieron los cubos, las palas, los rastrillos y las regaderas por delante nuestra. Sacamos los bocadillos todavía calientes de filete de pollo empanados y pimientos fritos envueltos en servilletas, el agua fría recién sacada de la nevera y de postre, de un tupperware, disfrutamos de grandes trozos de sandía dulces como el azúcar. Después de semejante homenaje un baño refrescante en la fresca y limpia agua salada del mar.

Con esos antecedentes me acoplé en la silla, fresquito, con el apetito satisfecho y la sed saciada, sintiendo como las gotas de agua salada se deslizaban por mis piernas, esperando a secarme para poder coger un libro.  Con la silla bien centrada en la sombra, con una suave brisa marina refrescándome la siesta, cerré los ojos y me concentré en escuchar a las pequeñas olas romper en la orilla. Entonces mi hijo Miguel le dijo a su madre: papá está dormido, a lo que yo, entreabriendo el párpado de un ojo, contesté: no, no estoy dormido, estoy durmiendo, que no es lo mismo, y respondió: papá,es lo mismo. No, hijo no -repuse-, luego te lo explico. "Vale", eso fue lo último que oí después de un buen rato.


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