El día después de Reyes es un día de tránsito, una extensión festiva necesaria para el paso de las vacaciones navideñas a la obligada vuelta a la rutina diaria. Un día en el cual, desde que tengo uso de razón, se desayuna con los restos del roscón de Reyes -ya sin sorpresas en su interior-, un día soñoliento en el que se comienza a buscar sitio a los regalos, se reemplazan los objetos viejos por los nuevos, se almuerza también con las sobras del día anterior, incluso se apuran los culos de las botellas, se termina de completar el lavavajillas y la normalidad comienza a enjuagarse y hacerse dueña de la cotidianidad.
Los cartones, los envoltorios de los regalos, los plásticos, las ignoradas instrucciones de uso, todos los regalos, incluso lo superfluo, lo que fue dejado por cualquier sitio, comienza en ese día de después a encontrar su lugar, ya sea dentro del contenedor de reciclaje, sobre la estantería junto con los otros libros, entre los cajones, o en el cuarto de baño detrás de los otros perfumes, porque la cuesta de enero es siempre un tiempo de esforzado régimen cuesta arriba pero también de depuración intensamente perfumada.
Pasar el día de Reyes es correr las cortinas a la Navidad, dejar atrás los días en los que el turrón y los mazapanes estaban incluidos en el menú diario. El árbol y sus adornos, las estrellas de la copa, la guirnalda de la puerta, el Belén, con su mula y su buey -a pesar de Ratzinger-, las velas, todo vuelve a su lugar original, al trastero de los recuerdos.
Todo debería ser así de sencillo. Debería poder ser guardado en cajas, bajado al sótano y una vez apagada la luz y cerrada la puerta con llave, no perseguirle a uno por las escaleras del presente. Poder arrojar los malos recuerdos al contenedor de las cosas olvidadas sería mi mejor regalo de Navidad.
Los cartones, los envoltorios de los regalos, los plásticos, las ignoradas instrucciones de uso, todos los regalos, incluso lo superfluo, lo que fue dejado por cualquier sitio, comienza en ese día de después a encontrar su lugar, ya sea dentro del contenedor de reciclaje, sobre la estantería junto con los otros libros, entre los cajones, o en el cuarto de baño detrás de los otros perfumes, porque la cuesta de enero es siempre un tiempo de esforzado régimen cuesta arriba pero también de depuración intensamente perfumada.
Pasar el día de Reyes es correr las cortinas a la Navidad, dejar atrás los días en los que el turrón y los mazapanes estaban incluidos en el menú diario. El árbol y sus adornos, las estrellas de la copa, la guirnalda de la puerta, el Belén, con su mula y su buey -a pesar de Ratzinger-, las velas, todo vuelve a su lugar original, al trastero de los recuerdos.
Todo debería ser así de sencillo. Debería poder ser guardado en cajas, bajado al sótano y una vez apagada la luz y cerrada la puerta con llave, no perseguirle a uno por las escaleras del presente. Poder arrojar los malos recuerdos al contenedor de las cosas olvidadas sería mi mejor regalo de Navidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario