sábado, 17 de octubre de 2020

Una escapada a Cádiz

Los datos de los contagios estaban bajado relativamente sus números alarmantes, se consiguió doblegar la curva de contagios, con muchísimo esfuerzo y el gobierno decidió flexibilizar el confinamiento. Estaba permitido salir de la provincia y decidimos hacer una escapada de una sola noche a Cádiz. Los niños han estado varias veces en la provincia de Cádiz, pero nunca en la capital.

De manera que despertamos temprano, levantamos ancla y pusimos rumbo a Cádiz. Hacía un día espléndido. El cielo era una sábana celeste y el sol lucía poderoso presidiéndolo todo.  La intención era llegar pronto, aparcar el coche y patearnos la Tacita Plateada de cabo a rabo. Como Pepi y yo ya habíamos estado antes en Cádiz,  decidimos llevar a los niños a visitar la Torre Tavira, que creímos que les iba a gustar, como así fue. Tuvimos que hacer reserva porque en algunos horarios se estaban agotando las plazas, ya que en estos tiempos todos los aforos se han visto reducidos y tuvimos que coger la visita para la tarde.

Antes de dirigirnos hacia la Torre para disfrutar del efecto óptico que encierra teníamos tiempo de realizar algunas visitas. La primera fue el Monumento a la Constitución de 1812, en la Plaza de España de Cádiz. Rodeamos la frondosa plaza y nos hicimos unas cuantas fotos frente al majestuoso monumento que guardaremos como recuerdo de nuestros primeros pasos por Cádiz. Pepi y yo aprovechamos la visita para  tratar de explicarle a los niños un poco de la historia alrededor del acontecimiento que el monumento homenajea.  Esperemos que sirviera de algo. Al terminar cruzamos hacia los jardines de la Alameda, con la idea de dar un pequeño rodeo, para poder ver el máximo de cosas en el camino. Desde la balaustrada que sirve de mirador al Atlántico se veía el Puerto de Santa María y en medio flotaba un gran buque, el cielo y el mar compartían a la altura del horizonte la misma tonalidad de azul y el buque daba la sensación de estar posado en el cielo. El mar estaba completamente en calma. Sólo unas pocas embarcaciones parecían desplazarse lenta y suavemente. Se respiraba una especie de lenta dejadez, parsimoniosa que siempre da la impresión de estar instalada en Cádiz.

El jardín lucía precioso. Los jardineros del Parque Genovés se ganan bien su sueldo y aparte tienen una innegable vocación artística. Al César lo que es del César.  Abandonamos el parque y decidimos cruzar vagabundeando por las callejuelas que van al Mercado de Abastos, que si bien, al ser domingo, sabíamos que iba a estar cerrado, al menos sí íbamos a encontrar abiertos los puestos que venden tapas típicas en la plaza central. A la hora que era y tras la larga caminata ya traíamos apetito. Picamos tortillita de camarones, tarantela de atún, ensaladilla rusa de gambas y unas croquetas de retinto, pero no nos podíamos entretener mucho porque teníamos la visita de la Torre Tavira reservada.

Para todos aquellos que no las hayan visitado la torre y sólo la conozca de oídas o de haber pasado por su puerta, habría que advertirles que la Torre Tavira puede parecer engañosa. No parece tan alta pero lo es, no parece gran cosa, pero lo es. Desde la terraza las vistas son inmejorables y la visita a la cámara oscura es sorprendente a la vez de educativa. A todos los que tengan buenas piernas y ganas de subir escalones es, a mi juicio, una visita obligada en Cádiz, especialmente si es la primera ocasión en la que se visita la capital, porque da una vista muy completa de la ciudad.

Después de la visita paseamos por el centro histórico, la Calle Pelota, la Plaza San Juan de Dios, donde está el Ayuntamiento, y también realizamos la visita del interior de la Catedral. La visita incluye una audioguía que se nos hizo un poco larga. La tarde estaba llegando a su fin. Bajamos al paseo del Vendaval desde donde hay un tramo donde, hacia un lado se disfruta de unas estupendas vistas a la catedral, y hacia el otro lado, según la hora, se puede contemplar cómo el sol se  disuelve en el Atlántico. Hicimos fotos preciosas ahí.

Aletargados por tan conmovedora estampa nos acercamos al barrio del La Viña donde hay innumerables bares donde picar algo para terminar el día. Después de llenar algo el buche regresamos paseando haciendo camino hacia el hotel. Descansamos en el hotel cerrando los ojos asimilando que esa ciudad fue mil veces conquistada y mil veces defendida. Fue bombardeada desde galeones, invadida calle a calle y corrió la sangre y el oro por sus callejuelas. Todo lo ocurrido también ocurrió allí.

A la mañana siguiente, tras desayunar en el hotel, nos dirigimos frente a la fachada neoclásica del Ayuntamiento, donde habíamos sido citados para iniciar un recorrido con guía turístico, que fue muy simpático y chistoso, a la par que nos contó muchas de las historias singulares que envuelven los diferentes edificios, monumentos o calles que visitamos.

El recorrido duró más de tres horas, y hubo mil anécdotas y comentarios que no tienen cabida en esta entrada pero el itinerario a groso modo incluyó  el Callejón del Duende, la Plaza de la Catedral, la calle Compañía, la Plaza de la Candelaria con la triste noticia de que estaba cerrado el Café Royalty, la Calle Sacramento, la Plaza de las Flores, el edificio de Correos, el Mercado de Abastos, el Gran Teatro de Falla donde incluso nos cató una copla, y desde allí hasta la Playa de La Caleta, junto a la Facultad de Cádiz, donde hay un par de ficus centenarios enormes. Allí acabó la entretenida visita.

Decidimos regresar al Barrio de La Viña para reponer fuerzas. Ya estaba acabando nuestra jornada en Cádiz. De camino al hotel procuramos cruzar por la Plaza de San Antonio, contemplar la atractiva fachada de la Casa Palacio de Aramburu, y por la Plaza de Mina para pasar por delante de la Casa Natal de Manuel de Falla.

De vuelta al céntrico hotel Argantonio, recogimos las maletas, las metimos en el maletero del coche, cruzamos lentamente por el impresionante Puente de la Constitución y ya lo único que nos quedaba por delante eran los algo más de 200 kilómetros de asfalto que unen una ciudad con tanta historia con nuestra casa.

sábado, 10 de octubre de 2020

Patria - Fernando Aramburu

Hace años que leí Los peces de la amargura y me encantó. Es un libro crudo donde Fernando Aramburu explica, en forma de relatos, cómo en el País Vasco las voces fueron silenciadas por la vergüenza, el miedo y la sinrazón. Todo aquel doloroso ambiente está acertadamente descrito en sus páginas. Pasó el tiempo y el libro seguía todavía dándome vueltas en la cabeza. Leí otros libros por medio, e incluso otros libros de Aramburu, pero aquel primero es uno de los que más se acercaba a tocar en la puerta de mi memoria. Aquello que fue para mí un libro maravilloso, fue también para Aramburu el germen de otro libro alrededor de la misma idea, pero con más profundidad y probablemente la que es hasta la fecha y a mi juicio su obra maestra: Patria.

Desde antes incluso de que se publicara Patria supe que era un libro que quería leerme. Pepi me lo regaló y lo coloqué en la estantería con la intención de darle algo de tiempo. Lo hago a menudo. Es un tema duro, difícil y tenía que encontrar el ánimo adecuado. Cada libro espera su momento en las estanterías de casa, luego yo los voy viendo, los voy redistribuyendo de un lado a otro, recolocándolos a mi antojo. A veces algunos se mantienen varios años en el mismo lugar, otros en cambio van cambiado de ubicación cada poco tiempo. No hay un orden ni una distribución precisa, ni siquiera una querencia premeditada, cuando termino un libro o incluso antes me doy una vuelta por las estanterías, pasando la mirada por el lomo, esperando un clic que me haga seleccionar la siguiente lectura. En ocasiones elijo varios, los llevo a la mesilla de noche, y los tengo allí varios días, les doy un par de vueltas, disfruto de las portadas, leo las sinopsis y algunos regresan de nuevo a la estantería. Al mismo sito o a otro. Es una selección nada democrática ni consensuada, es simplemente arbitrario, una elección que depende de mí y solamente de mí y ni yo sé bien cuáles son las razones de la decisión.

Aramburu vino a Málaga hace unos tres años a presentar Patria en La noche de los libros. Una entrevista, charla o coloquio alrededor de la novela, presentada por Juan Cruz. También en su momento hablé de ello aquí. Asistí con Pepi, y tras la tertulia ella se sintió más atraída por leerse el libro. Así que se lo leyó y le encantó. Al año siguiente empezó a anunciarse una serie de televisión basada en el libro. Una miniserie que la llaman ahora. Tenía muy buena pinta. Así que una cosa me llevó a la otra y me lo leí: maravilloso. Altamente recomendable, pero no es nada nuevo. Ha obtenido múltiples premios y fue uno de los libros más vendidos del año por algo. Seguidamente vimos la serie en casa. También nos gustó. También la recomiendo.


sábado, 19 de septiembre de 2020

El comienzo deseado

El comienzo del curso en casa fue como un salto al vacío, una chispa en el zeppelin Hindenburg,  o la estruendosa erupción de un volcán extinto. El maldito coronavirus había tirado por tierra el final del curso anterior. Fue el fin de las clases presenciales, del viaje de fin de curso y la graduación de nuestro hijo Miguel, todo de un plumazo. Todo se había visto alterado en cuestión de días. Comenzaron las clases online, el teletrabajo, el uso de mascarillas, el lavado de manos intensivo, la distancia social, los aplausos en los balcones y mil actividades más. Todo necesario, todo doloroso.

La nueva normalidad fue integrándose en nuestras vidas tan rápido como nosotros nos fuimos adaptando a ella. Fuimos capaces como sociedad, sorprendentemente, y a pesar de los políticos, de ir doblegando la curva. Parecía imposible pero se fue consiguiendo. Día a día. Los médicos, los científicos, todo el personal sanitario, los cuerpos de seguridad del estado, y un sinfín de personas arrimando el hombro, tirando del carro, a pesar del sinsentido de muchos egoístas antisociales, escépticos y despreciables.

El asunto es que el curso comenzaba, de distinta forma, con mascarillas obligatorias, distancia social, a veces online, a veces asistencial, dependiendo de la edad y de las circunstancias. Se adaptaron las aulas, se adaptó el temario, se creó una figura nueva en los centros educativos, la coordinación Covid, y con la ayuda de todos, o de muchos, se consiguió reiniciar el curso.

Qué ganas teníamos todos de que los niños pudieran volver a salir, de poder asistir a clases, de ver a sus compañeros, de poder volver a sentir ser niños. Y lo mejor de todo posiblemente fue que se obedecieron las normas, y no se extendió el virus en las aulas, que a mí, siendo honesto, me sorprendió. Fue como una luz de esperanza.


domingo, 13 de septiembre de 2020

El candelabro enterrado - Stefan Zweig

Pocas cosas me ponen de tan buen humor como comenzar un libro, pero si el libro está firmado por  Stefan Zweig, el gozo está asegurado. El autor austriaco es para mí un ejemplo de maestría narrativa, ya lo he dicho antes y no me cansaré de repetirlo. Párrafo tras párrafo para enmarcar. Una delicia de lectura.

El candelabro enterrado fue publicado en 1937, cuando Europa era un campo de batalla, la locura se extendía día a día como ráfagas de metralleta, y Hitler ya había puesto en funcionamiento su maquinaria antisemita, los campos de concentración. Zweig que siempre se mostró muy pesimista ante la fatalidad judía, decidió escribir un libro con el que ofrecer una luz de esperanza, un punto de unión para su pueblo. La lástima fue que él no aguantó hasta el final.

El libro nos cuenta una epopeya histórica, una fábula tan antigua como los pasos de los hombres, un peregrinaje a través de la fe, el recorrido vital de un inocente niño hasta un resignado anciano. Una novela corta o un relato largo sobre el viaje de un objeto sagrado, la menorá, el candelabro de siete brazos del Templo de Salomón, que va cambiando de manos desde el inicio de la decadencia del Imperio Romano hasta un final rodeado de leyenda. Durante la búsqueda del candelabro, el destino se verá puesto en manos de un anciano que dudará sobre su capacidad, y necesitará de la perseverancia tanto como su sabiduría.


jueves, 10 de septiembre de 2020

El fin del verano

Poco a poco las vacaciones se estaban acercando a su fin pero aún teníamos algunas actividades pendientes por realizar que debido al confinamiento no habíamos podido llevar a cabo. Una de ellas era dar un paseo junto al mar, los cuatro, sin prisas, para terminar en un chiringuito regalándonos un buen homenaje de sardinas al espeto, que lo estábamos deseando, y eso que ya en casa también las cocinamos, aunque claro, no es lo mismo, no son al espeto al fuego de leña junto a la brisa marina, sino al horno, pero bueno, también terminamos chupándonos los dedos. 

Sofía tenía pendiente también un concierto de Aitana, que es su cantante favorita. El concierto, como casi todo en este año de Covid, había estado varias veces a punto de suspenderse pero finalmente se pudo realizar. Fue en Marbella, en el Starlite Festival, y se celebró al aire libre, con mascarillas y manteniendo las distancias de seguridad y todas las medidas que estaban contempladas para evitar al máximo los contagios. Mientras la madre y la hija asistían al concierto, Miguel y yo nos acercamos a comer a uno de los sitios favoritos de Miguel, el restaurante Bocaseca, que ponen unas costillas al estilo americano de rechupete. Luego bajamos a Puerto Banús para tomar un helado y contemplar los yates imponentes  atracados en el puerto. Nos despedimos del lujo de lo más elitista de Marbella y regresamos al Starlite para recogerlas tras el concierto.

El colofón tras la vacaciones fue el cumpleaños de mi padre. El abuelo Miguel para los niños. Ochenta años ya. El tiempo pasa para todos e incluso para él, aunque a veces no lo parezca. Recuerdo muy bien cuando cumplió los 40 años.

Llevaba mucho tiempo esperanzado en poder celebrar su cumpleaños y a todos nos rondaba el pesar de que, con este funesto virus, no fuese posible y que todas sus esperanzas e ilusiones cayeran en un pozo, pero se acercaba el día y al final sí fue posible. Algo más reducido, con menos pompa, pero se pudo. Que era lo importante. Felicidades papá.


viernes, 21 de agosto de 2020

Olvera

 Todos los años por agosto solemos juntarnos con unos amigos y realizamos juntos una escapada de un fin de semana a un hotel rural. En agosto los niños están de vacaciones y su madre también y yo también. A nuestros amigos les pasaba lo mismo. El dichoso coronavirus parecía habernos ofrecido un respiro para el verano y la idea de mantener la tradición, que pocos meses antes nos parecía algo imposible, fue poco a poco despejándose de inconvenientes y restricciones hasta que al final fue inesperadamente posible.

Allá por navidades, como un acto inequívoco de optimismo elegimos un hotel rural en una de esas localidades algo apartadas del turismo de multitudes. Olvera fue el sitio elegido. La sierra y sus atractivos culinarios tuvieron gran parte de culpa de la elección. La piscina y la situación del hotel dentro del pueblo, para no tener que coger mucho coche, se llevaba otra amplia parte de la elección, pero un nuevo dato había sido introducido forzosamente en la toma de decisiones de última hora. Un valor determinante que hace apenas unos meses ni existía en nuestras cabezas: la tasa de incidencia. Cuando reservamos el hotel no teníamos ni idea de la tasa que habría en Olvera en el momento de ir, era algo que tendríamos que consultar pocos días antes. Afortunadamente no existían apenas datos de coronavirus en Olvera. 

Resultó que unos días antes de llegar nosotros se dieron un par de casos positivos en el pueblo. Lo que se venía llamando algo así como casos importados. Muchas actividades se paralizaron en el pueblo. Algunos restaurantes se vieron obligados a cerrar por indicaciones sanitarias y nosotros nos encontramos prácticamente solos en el hotel. Hubo algunas anulaciones de reservas de última hora. La tranquilidad que fuimos a buscar a Olvera nos abrió sus puertas y ventanas de par en par. 

Así que pudimos sacar zumito a nuestros días en Olvera. Los niños en la piscina, las mujeres en las hamacas y nosotros prolongando las siestas, las lecturas y repitiendo cervezas. Olvera la recordaré como un paréntesis de intranquilidad y desasosiego tan inesperado como necesario.


domingo, 16 de agosto de 2020

Una escapada a la Playa de Bolonia

Varias veces me había insinuado Pepi que le gustaría volver a ir a la Playa de Bolonia, pero ahora quería ir con los niños, que ellos no la conocían. Cualquiera que conozca a mi mujer sabe que le gusta más una playa que un sarao. Como sé lo convincente que puede llegar a ser, escudriñamos en el calendario un día de entre semana que no tuviéramos lío, y también que no hiciera mucho viento, porque aquella zona suele estar muy castigada por las vertiginosas inclinaciones de Eolo a jugar con sus vientos. Lo encontramos y coincidía que no hacía viento. O no mucho. No fue muy difícil porque todos estábamos de vacaciones.

Salimos temprano porque la idea era aprovechar el día de playa y porque hay casi dos horas de trayecto desde casa, además teníamos noticias de que como es un paraje natural protegido, una vez se llega al número máximo de coches se corta el acceso.

La principal peculiaridad de la Playa de Bolonia es una enorme duna arinada presidiendo casi 4km de arena fina y blanca para terminar en la Cala del Tesorillo. A una lado el Océano Atlántico, al otro un prado verde de pinos y resguardado y con unas vistas excepcionales los restos de la ciudad romana de Baelo Claudia. El entorno es verdaderamente sobrecogedor.

Pasamos la mañana subiendo a la duna, refrescándonos atlánticamente, haciendo fotos y con un poco de lectura. Almorzamos bastante cola porque iba por número y aunque quisimos llegar temprano, no lo hicimos tanto como hubiera sido necesario. No importó, la espera acrecentó nuestro apetito.

Yo tomé atún rojo y Pepi calamar a la plancha. De entrada ensaladilla rusa con pulpo y tortilla de camarones. Todo estuvo fabuloso. Sentados a la mesa, con un foro y un teatro romano a la espalda y con el Atlántico por delante nada puede salir mal.

Aún tuvimos tiempo de echar una siestita escuchando el romper de las olas. Llegamos a casa cerca de las once de la noche porque pillamos algo de retención a la salida, que fue el único borrón a una escapada fabulosa.


sábado, 15 de agosto de 2020

Woody Allen - A propósito de nada

Soy un grandísimo admirador de Woody Allen, tanto de su dilatada filmografía como de sus ocurrencias en general. Me gusta leer sus entrevistas y reír con las frases ingeniosas con las que nos obsequia. Hasta su humilde forma de recibir halagos me encantan. Cuando supe que publicaba una biografía no tuve dudas de que querría leerla, así que mi siempre atenta mujer me la regaló para mi cumpleaños y en los días de asueto que pude disfrutar junto a ella en Antequera comencé a leerla.

Woody nunca decepciona, el libro comienza desternillante, contándonos sus motivaciones, su manera de trabajar, cómo conoció a muchas de las personas más influyentes de su vida, así como inocentes  intimidades sobre algunas de sus relaciones de parejas, desde Louise Lasser pasando por Diane Keaton hasta Soon-Yi. Todo es divertido y ameno hasta que comienza a explicar como la desquiciada relación que mantuvo con Mia Farrow fue derivando en la obsesiva a la par que vengativa reacción de ésta a su desconcertante relación con Soon-Yi.

Está claro que Woody comenzó a escribir el libro con un ánimo, digamos divertido, pero todo se fue al carajo -según mi opinión- cuando escribe que Mia Farrow supo de su relación con Soon-Yi. Entonces Woody se pone serio, e intenta hacernos comprender que está libre de culpa y que todo es una invención de Mia por arruinarle la vida a él y a Soon-Yi y que si para ello tiene que pasar por encima de sus propios hijos, así lo hace. Cuesta creer que alguien pueda obrar así, pero...

Me gustó más la primera mitad del libro, y aunque estuvo bien saber por puño del artista todo aquello que fue comidilla de la prensa rosa durante un buen tiempo se me hizo tediosa la larga diatriba de juicios, acusaciones y amenazas.

Probablemente la culpa sea mía, porque yo esperaba un libro entretenido, divertido y ocurrente, pero lo cierto es que no es un guion de cine sino la biografía de un director de cine. Y su vida, por lo que se lee, ha sido sólo comedia.

domingo, 9 de agosto de 2020

León Benavente en el Marenostrum

Cuando parecía imposible acudir a conciertos tuve la oportunidad de asistir a uno y la aproveché. Y no fue ir a uno cualquiera. Hacía tiempo que tenía ganas de ver en directo a León Benavente y en la ocasión anterior que estuvieron de gira cerca no puede asistir, pero en esta segunda oportunidad, que parecía mucho más complicada, sí que pude.

Pasaban los días y la fecha se aproximaba. Todo apuntaba a que el concierto podría suspenderse en cualquier momento, de que mi gozo iba a caer en un pozo, pero siguieron pasando los días y finalmente sí se pudo realizar. Óscar y yo, que compramos las entradas con bastante antelación, acudimos ilusionados a la par que sorprendidos  y con muchas ganas de música en directo.

El Marenostrum Fuengirola adoptó todas las medidas que se podrían tomar. En lugar de asistir de pie, sentados y numerados. Reducción del aforo a menos de la mitad. Mantener todo el tiempo las mascarillas puestas. Separación con distancia social. Entrar y salir en orden. Todo muy controlado. Gel hidroalcóholico al acceder. La cerveza te la llevaban a tu mesa. Nada de levantarse. Y todo, por supuesto, al aire libre.

Comenzó el concierto poco después de la hora señalada y lo hicieron con una canción cuyo título parecía más una declaración de intenciones que otra cosa, Siempre hacia delante. El sonido era estupendo desde el mismo inicio. El bello entorno del interior del Castillo de Fuengirola, sobre la loma, presidiendo la entrada a la localidad es difícilmente superable. La noche estrellada y una brisa fresca fueron regalos añadidos a un evento inigualable.

La banda fue al grano, un tema tras otro sin muchas pausas, Cuatro monos, Amo, Como la piedra que flota, Mano de santo, Volando alto, o Ayer salí. Un repaso salpicado y centrado especialmente en sus dos últimos discos. Personalmente eché en falta Habitación 615, que es una de mis favoritas. No pudo ser.


martes, 21 de julio de 2020

Fin de curso y txuletón

Acabó el curso más extraño. El Covid lo transformó todo. Las desoladoras cifras de las gráficas de defunciones fueron derribando poco a poco nuestra forma de enfrentar el día a día. Nada se escapó de su depresiva influencia. La manera de relacionarnos sufrió un cambio absoluto. Cada pequeña cosa se vio alterada: la distancia social, la mascarilla, lavarse las manos, los geles hidroalcohólicos, la lista de la compra, los planes de futuro y nuestras pesadillas. Todo más distante, más higiénico, más triste.

Y el curso acabó. Intermitente y casi a empujones pero acabó. Nadie -o casi- repetiría por exigentes directrices desde arriba. Hubo quién se esforzó, hubo quién se echó a un lado y quién se exprimió más allá incluso de lo aconsejable. En casa hicimos lo que pudimos, y un poquito más y luego otro pequeño paso y casi al final, otro pequeño esfuerzo más. Acabó el curso y no podía más que estar orgulloso de todos en casa. Sacrificamos muchas cosas, cierto, pero estábamos juntos, sanos y sin apenas un rasguño, con algo de sobrepeso, pero bueno, se acabó y fuimos a celebrarlo.

La idea era encontrar a un lugar ventilado, sin mucha gente, en un día de poca afluencia  y sobre todo que se comiese bien. Un homenaje se llama ahora. El premio al esfuerzo lo llamaría yo. Un asador, buenas carnes y mucho apetito. Así fue.

viernes, 10 de julio de 2020

Un par de días en Antequera

Cada final del curso a los estudiantes de segundo de bachiller que han aprobado en junio les llega la hora de la selectividad y a mi mujer algunos años le toca ser correctora. Este año le tocó en Antequera y a mí, afortunadamente,  me tocó acompañarla. Estábamos de lleno en plena pandemia pero fui encantado de la vida. De manera que aprovechamos la circunstancia para visitar Antequera, pasar unos días solos y una vez allí degustar sus platos, de los que yo soy un enamorado, pues nunca está de más de tomar una porra antequerana, y menos en los días de sofocante calor que nos cayeron.

El primer día tuve que hacer un ida y vuelta a casa por asuntos del trabajo pero el siguiente pude pasarlo de pleno en el hotel y en la piscina. Y una vez que Pepi terminaba su jornada paseábamos, pero sobre todo descansábamos. Necesitábamos un poco de calma y sosiego para romper con la rutina del confinamiento. Un descanso algo más espiritual que físico. Más necesario para la mente que para el cuerpo.

Un par de horas tumbado al sol junto a la piscina en mitad de la sierra con un buen libro entre las manos bastaron para cargar la batería. Pero todo llega a su fin. Unas cosas antes que otras.  Tocaba regresar y volver a la rutina infinita de los geles de mano, la mascarilla y la limpieza e higiene llevadas a límites antes insospechados para mí. Hay que aprender a tomarse las cosas como vienen, a habituarse a rituales específicos de limpieza y a la hostil y fría distancia social. No queda otra.

Últimamente veo menos la tele, y menos aún los telediarios, pero beso y abrazo más a mi niños.