Varias veces me había insinuado Pepi que le gustaría volver a ir a la Playa de Bolonia, pero ahora quería ir con los niños, que ellos no la conocían. Cualquiera que conozca a mi mujer sabe que le gusta más una playa que un sarao. Como sé lo convincente que puede llegar a ser, escudriñamos en el calendario un día de entre semana que no tuviéramos lío, y también que no hiciera mucho viento, porque aquella zona suele estar muy castigada por las vertiginosas inclinaciones de Eolo a jugar con sus vientos. Lo encontramos y coincidía que no hacía viento. O no mucho. No fue muy difícil porque todos estábamos de vacaciones.
Salimos temprano porque la idea era aprovechar el día de playa y porque hay casi dos horas de trayecto desde casa, además teníamos noticias de que como es un paraje natural protegido, una vez se llega al número máximo de coches se corta el acceso.
Pasamos la mañana subiendo a la duna, refrescándonos atlánticamente, haciendo fotos y con un poco de lectura. Almorzamos bastante cola porque iba por número y aunque quisimos llegar temprano, no lo hicimos tanto como hubiera sido necesario. No importó, la espera acrecentó nuestro apetito.
Yo tomé atún rojo y Pepi calamar a la plancha. De entrada ensaladilla rusa con pulpo y tortilla de camarones. Todo estuvo fabuloso. Sentados a la mesa, con un foro y un teatro romano a la espalda y con el Atlántico por delante nada puede salir mal.
Aún tuvimos tiempo de echar una siestita escuchando el romper de las olas. Llegamos a casa cerca de las once de la noche porque pillamos algo de retención a la salida, que fue el único borrón a una escapada fabulosa.
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