Hacía tiempo que tenía pendiente la lectura de Carlota Fainberg de Antonio Muñoz Molina, por una razón u otra la fui demorando, nunca encontraba el momento justo para darle el primer bocado. Es un libro que no tengo en papel y lo había visto multitud de veces en las abandonadas estanterías de la biblioteca local, pero siempre, sin saber bien el porqué había antepuesto otros libros a él.
No me gusta leer con la urgencia de los plazos de tiempo como obligan los libros prestados de la biblioteca, y aunque es una novela corta y puede leerse fácilmente en una tarde despejada de ocupaciones, no veía esa tarde limpia de obligaciones en el horizonte de mis días. Al contrario, últimamente ando algo escaso de tiempo libre y con eso de que voy simultaneando distintas lecturas, la novela fue perdiendo sitio en la infinita lista de mis querencias.
Semanas más tarde, en casa de mi amigo Miguel, la volví a ver (qué casualidad), algo perdida entre grandes títulos, con esa portada tan sugerente. La saqué de entre el resto de libros, la tuve entre mis manos pensando cualquier día de estos te meto mano señorita. Mi amigo me preguntó si la había leído, le dije que no, que había leído bastantes de Muñoz Molina pero esa no. "A mí me gustó" afirmó mi amigo. Me senté en su sofá y leí el primer párrafo y de repente lo noté: una especie de calambre eléctrico, una pulsión de los sentidos, la señal que había estado esperando. Ya no había vuelta atrás.
Me la llevé a casa y la coloqué en la mesa de noche, pero no la leí como lo había previsto, en una tarde amplia y silenciosa, pero sí en cuatro o cinco noches dispersas y despejadas. Y sí, también me gustó a mí. La encontré incluso divertida.
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